El lugar donde todo empezó

Algo por el estilo

Si bien Verlan Mode no fue mi primer blog, acompañó una etapa trascendental de mi vida y es por eso que le tengo mucho cariño. Fue, de muchas maneras, el espacio que me ayudó a adquirir la disciplina imprescindible para tomar la escritura como lo que, en esencia, es: un oficio.

Por eso, hoy que emprendo un nuevo proyecto para complementar mi sitio web oficial, http://www.arianariccio.com, era menester presentarlo en este espacio tan amado.

Sin mayores preámbulos, mi nuevo blog se llama www.redaccionycorreccion.com y su nombre (hola, SEO) deja muy poco oculto tras los siempre seductores velos del misterio.

En caso de que alguno de mis lectores históricos pase por aquí, lo saludo con esa complicidad con la que se saluda a los viejos amigos, a esos a los que no es necesario explicarles nada. Y los invito a darse un vuelta por ese nuevo espacio, en el que siempre serán bien recibidos.

Y en el caso de lectores que aterricen aquí por primera vez, les cuento que en ese nuevo espacio hablaré de temas relacionados con la redacción y corrección -claro- de textos y, también, de mis experiencias como profesional freelance.

Los espero.

Y, en algún momento, quizá no tan lejano, volveré a este gran amor.

PH: Jason Briscoe – Unsplash

4. Piloto automático (3.0)

Cuando nos sentamos frente a un elemento con el que debemos interactuar para llegar a determinado destino, ¿cuál sería la gracia?

La de ser nosotros quienes realizamos las acciones necesarias para llegar a ese destino. Volantes, manubrios, botones, herramientas de GPS varias; todo, absolutamente todo, debe responder -e integrarse- a las decisiones de nuestro cuerpo.

Aunque nos subamos a un auto, a una moto o a una bicicleta para recorrer dos cuadras que, salvo excepciones extremas, podríamos hacer a pie.

Creo que no es solo la comodidad la fuerza que mueve al ser humano en esos casos. Es una fuerza mucho más poderosa que la mayoría de la sociedad busca como una droga: la sensación de poder. Incluso la de un poder sujeto al dominio de elementos cada vez más fáciles de controlar, incluso si esa experiencia dura solo cinco minutos.

El poder, como bien saben quienes lo hayan detentado aun en la más mínima de las escalas, es una sensación de las más adictivas que existen.

No me refiero al poder sobre nosotros mismos, sino al que se ejerce sobre un elemento o sobre otros. La situación ideal sería que la condición primera del ejercicio del poder sobre otros fuera lograr tener poder dentro de (sobre) nosotros mismos.

Pero la realidad dista mucho de la perfección y, cuando ambos hechos no coinciden, estamos frente a una alta probabilidad de ocurrencia de accidentes de diversa índole.

Cuando esos accidentes se generan, más allá de los daños a terceros y las consecuencias derivadas de ello, los afectados somos nosotros mismos, en varios niveles. El que está en la base de los demás es el de reconocer que, aunque más no sea por un período muy corto de tiempo, ese delicado equilibrio que mantiene al poder en nuestras manos falló. O, lo que es más doloroso de descubrir, que nuestras manos no contenían ningún poder sino que estaban atadas por él, con esa maestría que solo él, con sus infinitos mecanismos de manipulación, puede alcanzar.

El poder, como la vida, excede al ser humano y es una fuerza que -incluso al ser bien manejada- siempre puede volverse en su contra. Es parte de su encanto y componente inseparable de su cualidad adictiva.

A veces, en sentido literal o figurado, sufrimos un choque con un vehículo sobre el cual creíamos tener poder. Si la fuerza de ese choque nos deja fuera de circulación por un tiempo, de ese hecho pueden derivar una variedad de efectos.

Uno de ellos es el de perder interés en conservar ese poder que creíamos tener sobre algo. El precio que nos cobró por hacer usufructo de él (porque nunca fuimos sus dueños) es tan alto, que ya no nos interesa seguir pagándolo.

Tampoco podríamos hacerlo, aunque quisiéramos.

Pero la deuda nunca se salda del todo y los intereses siguen corriendo. Y muy, muy pocos leen la letra chica de ese contrato. Que todos, por el solo hecho de movernos en esta sociedad, firmamos, aunque sea de manera tácita. O, en los casos más extremos, aun contra nuestra voluntad.

En el momento en que escribo esto, siento que ya no me interesa ejercer ningún tipo de poder. El vehículo sigue andando para no afectar a otros e intento hacer maniobras para hacer ver que sigo un rumbo cuando sé que, en definitiva y en este contexto, ya nada depende de mí.

En última instancia la duda más triste es si la de eso que llamo intento no es en el fondo otra cosa que un simulacro del que ni siquiera yo soy consciente del todo.

3. Muñeca (3.0)

 

Había una vez una niña a la que le decían muñeca o, más familiarmente, muñe.

La vestían como muñeca, la peinaban como muñeca, la trataban como muñeca.

Y eso que parecía piel era, en verdad, maquillaje. Un maquillaje que no se compra en ningún lado, antes de que pregunten.

Es que el sistema es tan omnipresente que nos reviste de diversas maneras para que pertenezcamos a él. Y es por eso que es imposible escapar de este sistema mientras estemos en este mundo. Estar «fuera del sistema» es una falacia, al igual que la de la «porcelana fría».

No. La porcelana no es fría y, aunque suene contradictorio, se quiebra y resquebraja tanto o más que el hielo.

Por eso, cuando las muñecas como la de esta historia crecen, tienen su verdadero cuerpo rajado y pegado con esmero, algunas veces con éxito y otras no. El maquillaje, con el paso del tiempo, se atenúa o desvanece y las fracturas se hacen visibles, de una manera u otra.

Como una de esas tantas niñas que en algún momento fueron tratadas como, vestidas como, peinadas como y llamadas muñeca, también mi verdadera piel es la porcelana y lo que ve el resto de la gente es solo un recurso impuesto que, en ocasiones, deja ver sus hilos a su antojo.

Alguna vez tuve un novio fotógrafo y le dije que quería que me hiciera una foto tirada en el suelo, vestida como muñeca, con la piel muy pálida y líneas pintadas en negro que revelaran los quiebres ocultos. Al día de hoy sigo pensando que ese sería mi verdadero retrato.

Pasó el tiempo, esa fotografía no se tomó y los rasgos infantiles que hubieran hecho esa composición verosímil se desdibujaron.

Pero hoy, en Uruguay, soy esa muñeca tirada en el piso y quebrada tras su caída. El revestimiento se incorpora y camina como ser animado. El alma oculta bajo la porcelana quizá se fugó a través de los huecos hacia un lugar que desconozco y al que -sospecho- no tengo acceso.

Como buena muñeca quebrada, me siento en ese limbo que está entre la vida y la muerte y que decantará hacia un lugar u otro con el paso del tiempo. Y, a pesar de que nunca fue tomado, veo ese retrato que le había pedido a ese fotógrafo con una nitidez superior a la de aquel momento en que lo imaginé.

A los lectores que me siguen o han leído aunque sea de manera ocasional no es necesario explicarles nada. Tanto a ellos como a los nuevos lectores los invito a apoyar mi proyecto independiente visitando -y difundiendo si conocen interesados en esos servicios- mi sitio www.arianariccio.com y/o dando like a mi página de FB, www.facebook.com/artextos.

Porque, cuando algún lector llega hasta acá es porque nos conocemos mucho y no hay demasiado que explicar.

2. Under pressure 3.0 (versión personal)

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(to care for the people on the edge of the night)

Medianoche del 14 de febrero, me arranco (con cierta elegancia que intento no perder ni en los peores momentos) el extremo de la sonda que tuve -por primera vez en mi vida- conectada en el brazo hace unas horas.

Y sangra, sangra mucho, demasiado.

Aún anestesiada (no por ninguna sustancia química, sino por el dolor) me pregunto por qué odiosa razón me dieron el alta con ese injerto puesto asumiendo que yo tendría la experiencia o la asistencia como para retirarlo.

Gracias, querida doctora iniciales IQ por haber confiado tanto en mis habilidades médicas, sin siquiera saber que varios meses de mi vida los pasé transitando pasillos de hospitales y aprendiendo de manera informal muchas cosas.

Pero no esta.

La sangre cae como una intensa lluvia de verano de esas que en Maldonado no están ocurriendo y, con cada gota, sangra mi alma también.

Diez horas antes de ese suceso. estoy encerrada en un baño llorando porque me negaron la constancia de trabajo para un apartamento que, al momento, ya había señado. Es claro que no lloro solo por eso. Es por la presión de la mochila de las ilusiones propias y ajenas (me hago cargo; en especial las propias), más pesada que cualquiera de las que haya llevado en cualquier viaje en mi vida. Lloro porque mi cuerpo no está bien nutrido, porque no encuentro contención alguna en mi espacio laboral -yo, que siempre me caractericé por ofrecerla aunque luego me clavaran puñales en la espalda-, porque las distancias que tengo que recorrer a diario me agotan y porque nadie, en absoluto nadie, sabe lo que me estoy jugando en esta apuesta que, a partir de esa media hora, resulta ser una ruleta rusa.

Lloro porque nadie golpea la puerta del baño durante esa media hora a pesar de que es evidente que estoy llorando y hay una situación que me angustia. Mis lágrimas son la premonición de lo que serán las gotas de sangre diez horas después: caen y caen sin cesar. Lloro porque sin esa constancia veo perdidos la seña y el apartamento que tanto me costó encontrar.

Lloro, y tomo una pastilla para los nervios. Y una hora después me pinchan con la sonda -que luego tendré que arrancarme sola- en una guardia.

Eso podría solo ser una anécdota, porque por algo lo estoy contando, aunque no le deseo a nadie vivirlo.

Con el alta dada, lloro por lo que ocurre en el después. Hago el duelo por la muerte de ese resto de capacidad de sorpresa que ya creía perdida por todas las cosas vividas en esta intensa existencia. Lloro por la la falta de tacto, de empatía, por la incapacidad de ponerse en el lugar de otro y comprender todas las renuncias y todos los sacrificios implicados en comprar un viaje que me habían vendido como soñado.

Supongo que la ingenuidad es una característica que jamás perderé del todo, pero a la vez hay un antes y un después de esta experiencia, que nunca podrán comprender los que no la hayan vivido. Por eso, a partir del 14 de febrero soy un poco más misántropa y bastante más selectiva con la gente que me rodea. Hay momentos cruciales en la vida y este fue uno de ellos. Al fin y al cabo devota creyente del timing, quien no estuvo cuando tenía que estar, ya no tiene sentido que esté.

Es un duelo amplio, en todos los sentidos.

Como una de las tantas consecuencias de este hecho, decidí profesionalizar lo que ya venía haciendo de manera más informal en cuanto a corrección y redacción. Si necesitan esos servicios o saben de alguien que los requiera, agradeceré la difusión de www.arianariccio.com.

Y para los que viven en Uruguay, también agradeceré la difusión de otro proyecto en el que participo: Soluciones de Punta.

PD. La «versión profesional» de esta historia puede ser leída en arianariccioblog.wordpress.com.

 

 

1. El eterno retorno (3.0)

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Mi primer día de trabajo en Uruguay, la primera vez que viví allí, fue en febrero.

Nunca podré olvidar que llegué sin alojamiento (era la semana de carnaval, que rivaliza cabeza a cabeza con la de “turismo” en ese país).

Recuerdo como si hubiera sido ayer llegar Tres Cruces –mi no tan querida terminal de micros de Montevideo aunque concedo que, puestos a elegir, la prefiero a Retiro-  un domingo y tener que empezar a trabajar un lunes, sin alojamiento alguno para dormir.

Recuerdo estar en el cyber de Tres Cruces preguntando a los escasos conocidos que tenía en ese entonces si disponían de una cama y recuerdo no tener disponible en mi tarjeta de crédito (solo tenía una, al igual que ahora – detesto las tarjetas de crédito, aunque en el mundo capitalista sean un mal necesario). Malas condiciones para alquilar una habitación pero al día de hoy sigo creyendo que más por causalidad que por casualidad, un hostel de Ciudad Vieja se apiadó de mí y me dio una cama, por dos días.

Recordaré, siempre recordaré, que comencé a trabajar un lunes de carnaval y solo conseguí un taxi para viajar (imposible ver un colectivo), que me llevó a través de una ciudad fantasma y, por ese entonces, desconocida. Poco podría imaginar en ese momento que la tendría que patear desde sus alturas –el popular y temido Cerro- hasta los suburbios más distantes a los coquetos Pocitos y Punta Carretas.

Imposible olvidar el recuerdo pregnante y acaso metafórico de la rata que se cruzó frente a mí en aquel primer lugar donde trabajaría. Ratas que descubriría luego también, nobleza obliga, en el monono Punta Carretas, que para mí no podrá dejar de ser nunca Punta Carratas. Y ratas que, por supuesto, son habitantes vitalicias de Punta del Este.

Recuerdo que al tercer día de esa primera vez en Montevideo, ya sin alojamiento, me alojó en una mansión de Carrasco una mujer de apellido tradicional de ese lado del río a la que recurrí como última opción, ya que la había conocido en el TEDx Montevideo 2012 y, estando juntas en la fila, nos sentamos juntas en un palco de Teatro Solís y escuchó toda mi letanía de lo mucho que quería vivir en Uruguay. Intercambiamos datos y terminé en un lugar que de ninguna manera hubiera podido pagar en ese momento.

Un par de días después fui a dar a un hostel cercano a mi trabajo pero sin un peso para pagarlo. Me permitieron saldar mi deuda cuando cobrara mi primer sueldo. El hostel era un desastre, pero siempre agradeceré ese gesto.

Claro, era Montevideo. Y, al fin y al cabo, eran otras épocas. Y también yo era distinta.

Hoy, febrero de 2018, con un Uruguay inundado de argentinos – a diferencia de lo que ocurría en esos moamentos- las cosas cambian. Puedo tener residencia permanente, puedo tener cédula uruguaya (ya no la verde, la que tiene chip), puedo tener conocidos e incluso amigos. Pero el tema alojamiento resulta bastante más complicado que en ese ahora lejano 2013, cuando no éramos tantos los argentinos que nos animábamos a Uruguay.

En medio de la incertidumbre de encontrar alojamiento, en medio de la incertidumbre de reunir la plata para el depósito para alquilar un apartamento hasta diciembre en Punta del Este, solo tengo una certeza que me da satisfacción y que diría es la única que tiene la potencia suficiente para marcar una diferencia entre los cinco años que separan aquella primera vez de este intento detrás del cual mucha agua ha corrido en ese río que separa ambas orillas. Tanto en lo material como en lo simbólico.

Esa modesta y a la vez valiosa de la certeza es la de que todos los uruguayos que conocí en mi camino fernandino hayan respondido mis mensajes de esta segunda vuelta a Uruguay. Para ayudarme o para desearme buena suerte con ese cariño que te hace pensar en que alguna vez, en alguna interacción que tal vez olvidaste, les causaste una buena impresión. Esa que les hizo tomarse el tiempo –el bien más preciado que tenemos- para responderte-.

Puedo tener muchas dudas en este regreso a Uruguay. Pero esa, mi única certeza, me genera una satisfacción que nada de lo que pueda suceder en este retorno podrá borrar.

 

 

0. En la vuelta, 3.0

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¡Hola!

Tanto tiempo, a los lectores que aún pasen por acá.

Les quería contar que vuelvo -no sé por cuánto tiempo: puede ser un mes o pueden ser varios- a vivir en Uruguay, con más precisión en Punta del Este. De manera que iré actualizando el blog con nuevas historias.

Por otra parte, les quiero pedir a quienes lleguen acá que si saben de un alquiler en Punta del Este o Maldonado (zona céntrica) me pasen por favor los datos. Es para mí sola, pero si pudiera compartir para achicar gastos me gustaría también.

Además, les cuento que creé en Facebook un grupo para mujeres (de cualquier edad) que piensen vivir -por el tiempo que sea- en Punta del Este o Maldonado, o ya lo estén haciendo. El objetivo es colaborar entre nosotras y son bienvenidas todas las que se encuentren en esa situación.

Nos estamos leyendo.

20 (2.0). Y nos conocemos mucho

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Lunes 11 de febrero de 2013, estoy sentada en el locutorio de la terminal (la querida terminal) de Tres Cruces. Es un momento de incertidumbre: mi viaje puede acabarse justo en este anhelado momento en que está comenzando. Miro hacia afuera y veo a toda esa gente que deambula, sin cesar, por los pasillos. Gente que abandona Montevideo por el feriado de carnaval y gente que llega justamente por eso.

Pero todos ellos, intuyo, tienen algo en común. Tienen eso a lo que el mundo, para mí, se reduce en ese instante: un lugar para dormir y alguien que los reciba, sea por cariño o por los eficaces oficios de una tarjeta de crédito.

Martes 12 de enero de 2016, estoy sentada en el patio de comidas de la terminal (la querida terminal) de Tres Cruces y no puedo evitar recordar esa tarde que daría inicio a los tres años que pasé en Uruguay. Al igual que en ese momento, no tengo un lugar donde dormir esa noche.

De hecho, tampoco lo tenía anoche.

…………………

Doce horas antes de ese momento, estaba sentada en la misma mesa del patio de comidas. Sin llave para entrar a la casa donde estaban mis cosas -sólo llevaba consigo mi documento argentino y unos doscientos pesos uruguayos- y sin la dueña de esa casa presente.

Pero como siempre sucedió a lo largo de estos tres años, siempre aparece la red justo en ese momento en que me estoy por estrellar contra el piso. De hecho, esta vez, sentí el olor del suelo con una vividez tal que podría reproducirlo nota por nota, si alguna gran firma internacional me quisiera contratar para crear ese perfume.

Sí: entre todos los títulos que conquisté durante estas (más de) mil y una noches, también tengo ese. Soy nariz de suelos. Y tengo muy poca competencia a nivel mundial.

Dos horas después de ese momento estoy, en muy agradable compañía, en Negroni, comiendo una pizza ya no recuerdo con qué ingredientes y bebiendo no sé qué trago, a pesar de que recuerdo que -como siempre- fue elegido con esmero. Ocurre que a veces la historia es tan fuerte que el decorado y la utilería pasan a un segundo plano.

Recuerdo estar sentada en una mesa de la vereda mirando a la gente del restaurante que se encuentra justo enfrente y retrocediendo casi tres años en el tiempo, a mis días ahí y a las historias brillantes y oscuras que suceden puertas adentro y los comensales nunca conocerán.

Recuerdo las lágrimas que lloré sin cesar cuando mi anfitriona de esos días de enero de 2016 me comunicó que no regresaría a su casa esa noche y que, por lo tanto, yo quedaba en libertad de hacer lo que quisiera.

Recuerdo lo difícil que es pensar con claridad cuando sentís que te sueltan la mano y te sentís tan sola y desamparada como cuando recién llegaste, antes de que el bar donde estoy sentada fuera siquiera construido, antes de poder imaginar que trabajarías en el lugar que está enfrente y de que allí aprenderías cosas que nunca hubieras soñado, antes de aprender que la confianza te salva en ocasiones y en otras te conduce a abismos como este.

Recuerdo a la persona que tejió los hilos de la red que me rescató esa noche y a la que siempre le estaré agradecida por su generosidad y caballerosidad.

Recuerdo que lo primero que hizo esa persona cuando crucé la puerta de su casa fue abrirme la ducha para que pudiera tomar un baño caliente que me sacara las lágrimas del cuerpo, y dejarme una copa de vino en la mesa de noche del cuarto de invitados para que las lágrimas del alma -que se siguen derramando cuando las del cuerpo ya han cesado- pudieran brindar por el elegante don de la oportunidad de las causas y azares del destino.

………………..

Pero ahora, después de la ducha caliente, la copa de vino, la gran vista de Montevideo desde un apartamento cercano al Golf y el desayuno amable, estoy sentada nuevamente en un banco frío de la terminal de Tres Cruces, esperando escuchar el ábrete sésamo que permite que las llaves de la casa donde me esperan mis cosas se abra y yo pueda rescatarlas y llevármelas lo más lejos posible de ahí.

Es una sutil ironía que mi ciclo de vida en Uruguay termine donde empezó y que el lugar sea, una vez más, aquel de donde partí. Pero, como escribí hace poco, ese espejismo circular es falaz: el punto de partida parece coincidir con el de llegada, pero existe una distancia infinita entre ambos.

Y, por otra parte, como bien saben mis lectores, en estos tres años adquirí esa odiosa costumbre de aprender a convivir con la sutileza de la ironía, que sabe ejercer el sarcasmo con una delicadeza en la que ningún ser humano fue, es, ni será jamás, tan diestro.

……………..

Me siento en un banco justo enfrente del Emporio de los Sandwiches. Se sientan y se van señoras que compran postres a los que devoran como si fuera su último día, entran al local teenagers mochileras que compran comida como si ese que inciarán en minutos fuera el último viaje que van a emprender. Y llegan a mi celular mensajes que me recuerdan que la vida es un ciclo y que todo puede renacer cuando parece estar a punto de morir.

Con cierto olvido del don de la empatía, unas horas después llama también mi (ex) anfitriona y -al fin- puedo rescatar mis cosas de un entorno que en ese momento fue hostil y hoy ni siquiera forma parte de mi vida; sólo de mis recuerdos y sólo a efectos de escribir, que es lo único que me importa en este momento y lo que me permite seguir viviendo porque la escritura es mi única compañía incondicional y eterna.

………..

Jueves 4 de febrero, estoy sentada en mi casa en Buenos Aires. Han pasado muchas cosas en el medio: Después de un viaje horrible (no existen otros adejtivos para calificarlo) que se extendió desde el 19 de diciembre al 14 de enero, donde todo lo que podía salir mal salió mal (no existe una manera más pura y dura de describirlo), tuve la oportunidad de despedirme de Uruguay de una manera más grata.

Pude tener, por casi una semana, una estadía mucho más grata donde pude equilibrar energías y estar finalmente de vacaciones en mi lugar en el mundo, Punta del Este.

Como ya se dejaba vislumbrar en mi anterior entrada, he decidido volver a Buenos Aires. Es una decisión ambivalente: por un lado, siento que Uruguay -por el momento- ha cumplido su ciclo. Por otro lado, siempre se extraña a un gran amor, y siempre es difícil dejarlo, a pesar de la convicción que sustente nuestra elección.

Pero hay una luz que hace mucho más acogedor este túnel de un final cuyo paisaje que -como a todos, al fin y al cabo- me resulta esquivo. Este año verá esa luz el libro que reunirá todas esas historias vividas en Uruguay. Todas aquellas que fueron narradas en este blog y muchas de aquellas que no conté y que permitirán ver el conjunto bajo una nueva perspectiva.

Mi objetivo es que el libro se edite (por supuesto, será una edición de autor) para octubre o noviembre, porque lo quiero presentar antes de fin de año, tanto en Buenos Aires como en Uruguay. Todos los lectores históricos estarán invitados y me encantaría contar con su presencia porque, después de todo,

somos pocos y nos conocemos en mucho. Casi igual a lo que ocurre en Uruguay.

 

 

 

19 (2.0). A Christmas Carol

Miércoles 23 de diciembre, casi medianoche, en la terminal de Punta del Este.

Estoy esperando el COT que sale a la una de la mañana, para volver a Montevideo.

-No quiero festejar la navidad -le digo a mi interlocutor- No la festejo desde que murieron mis padres. Al final, me doy cuenta de que lo mejor es pasarla sola.

Y, ahora, soy nuevamente una homeless en Uruguay. Soy una peregrina, como siempre, pero sospecho que no tengo siquiera un pesebre al que llegar y le confiera a esta navidad la dimensión de renacimiento que según mi educación católica debería tener.

No. Simplemente estoy en la semivacía terminal de esa ciudad que es mi lugar en el mundo, con una cartera que me pesa y desborda de cosas –salvo quizá la más querida, una prenda que perdí esa tarde en el shopping de La Barra-, contando los segundos para que llegue la una de la mañana, en la víspera de nochebuena.

En algún momento de esa espera mi acompañante se irá y yo me daré cuenta de que esa conversación que creía privada fue escuchada por uno de los chicos del puesto de COPSA.

-Muchacha, te dejo un vaso de agua -me dice– Que pases la mejor navidad posible.

………….

Como ya conté en alguna otra entrada, cuando este blog era un espacio de escritura y catarsis cotidiano, quizá mi navidad más extraña fue aquella que pasé en una clínica, con mi padre agonizante, hace exactamente veinte años. Él y yo; casi podría decir que sólo yo, porque él ya estaba casi inconsciente y desconectado de la realidad. Siempre recordaré que unos minutos después de la medianoche entró la enfermera de turno y me dijo: bueno, basta de llorar.

Será que esas palabras me quedaron grabadas no sólo en la memoria sino también en el alma, porque este 2015 no se me cayó una sola lágrima a la medianoche, aunque fue la primera navidad de mi vida que pasé completamente sola, porque a la hora en que la amiga que me había invitado a pasarla con ella llegó a su casa ya no había ni taxis ni colectivos que me llevaran hasta allí.

Lloré después, y se me llenan los ojos de lágrimas ahora, al escribir estas líneas: es por eso que sabía que debía escribirlas. Era un buen motivo para retomar el “diario de viaje de una argentina en Montevideo”.

………

Sábado 19 de diciembre, llego a Tres Cruces (mi siempre querida terminal de Tres Cruces) con un equipaje que pesa tanto como yo, como tantas otras veces. No es que traiga ropa: mi ropa ha quedado casi toda en Montevideo, en la casa de un gentil amigo que permitió que, esta vez y ante una inminente mudanza, mis pertenencias no quedaran desperdigadas por media ciudad.

No, el peso del equipaje se debe más que nada a la comida que no debería comprar acá.

Para los lectores que no estén al tanto, abro un pequeño paréntesis. Ya no tengo hogar en Uruguay. El apartamento que compartía con otra chica fue desocupado hace unos días: mi roomie se fue a Canadá y yo a Buenos Aires, a buscar recursos para solventar mis gastos uruguayos y a llevar todo lo que pude de mi guardarropa de invierno. Porque todo parece indicar que deberé volver a Buenos Aires. Esta vez sí, aunque parezca mentira. Y si a mis lectores les parece mentira, imagínense a mí.

Ese sábado 19 me fue a buscar mi amiga R. a Tres Cruces. Y me invitó a quedarme en Montevideo hasta el 25 y pasar la nochebuena con ella. No fue una buena decisión, pero no lo sabía en ese momento.

………………..

Si no venís ahora, no vengas.

Me dice, palabras más palabras menos, un mensaje que veo en la pantalla de mi teléfono cuando me despierto el 21 de diciembre, a las 9 de la mañana; y que es la respuesta a uno mío que expresaba que llegaría el 26 a Maldonado porque me quedaría a pasar la navidad en Montevideo.

Es el mensaje que declara oficialmente que me quedé sin alojamiento en Maldonado, sin ese lugar físico que necesitaba para vivir mientras buscaba trabajo, que fue la idea del viaje desde el principio. Y tampoco tengo casa en Montevideo, por lo tanto en ese momento siento que hice todo este viaje –con el dinero, el tiempo, la ilusión y la energía que ello insume-

para nada.

Un par de días después, estoy en Portones, en la entrada del cine. Llorando, con un celular casi sin batería (es mi karma), enviando mensajes de voz en medio del griterío de la gente que hace fila eterna en el cajero automático que está al lado mío y de la casta que compra regalos de navidad para sus festejos. Aquella a la que no pertenezco desde hace mucho, mucho tiempo; más de la mitad de mi vida.

Es evidente que debo estar llorando mucho porque pasa una chica –por lo menos una década más joven que yo- con su novio, me mira con profunda compasión y me dice, con la precisión pura de las personas que poseen el don de la empatía:

-¿Te puedo ayudar en algo?

Pero no, mis problemas en este momento exceden cualquier ayuda que ella pudiera estar en condiciones de darme.

No obstante, conmovida, lloro aún más y ella me mira con aún más pena.

-Vamo arriba- me dice sonriendo.

Y esa frase tan uruguaya que a mí siempre me sonó tan mal me suena bien creo que por primera vez desde que comenzó mi travesía uruguaya.

A los dos minutos, se acerca el seguridad del cine y me dice:

-Señorita, no puede cargar su celular acá.

Gracias, señor que no posees el don de la empatía, me voy con mis lágrimas a otra parte.

……….

Casi una hora después, todavía en Portones, en mi celular al borde de la agonía aparecen las palabras de mi amiga R., en cuya casa me estoy quedando:

“Preparate que te paso a buscar”.

Salgo del shopping y la lluvia cae como si se tomara revancha de todas esas veces en que se vio privada de salir a escena en Montevideo. Cae copiosa, triunfal, casi pornográfica.

Cinco minutos después –y a pesar de estar bajo el techo del refugio de la parada de ómnibus- estoy como si hubiera cruzado a nado el Río de La Plata, con cartera incluida. Cartera llena de papeles que pasaron a mejor vida porque la lluvia los deja inutilizables en la forma más pura y dura que mis lectores puedan imaginar.

Media hora después, recibo otro mensaje de mi amiga:

“Tomate un taxi. No puedo llegar”.

Y comienza otro capítulo de la telenovela de ese día, un peregrinaje de una hora en el vano intento de conseguir un taxi bajo la lluvia furiosa e incesante.

Que al final llegará, después de que la vida considere que por el día de la fecha ya ha cumplido con su deber de caer, con su dureza más líquida, sobre mí.

…………

Ya lo he contado en este blog: en algún momento, guiada por mi amor a la naturaleza y al agua en todas sus formas, hice el curso de timonel que se dicta en el Automóvil Club Argentino.

Mi profesor, de apellido Delgadillo, decía que en algunas ocasiones hay que aprender a dejarse llevar y navegar sin rumbo. Pero eso, decía también, es un privilegio reservado a quienes tienen la experiencia necesaria para poder hacerlo.

-No le hagan caso, chicos -decía su mujer, que dictaba con él las clases- Nunca es bueno navegar sin rumbo.

Y comenzaba entre ellos una pequeña discusión que excede el punto que deseo ilustrar aquí. Una escena que –todos los alumnos lo sabíamos- era sólo un paso de comedia con el que pretendían dejar su impronta en cuestiones de otra manera muy prosaicas y matemáticas (como lo sabe cualquiera que haya debido trazar un rumbo frente a una carta náutica).

Vuelvo al presente.

Yo soy la aventura, como declaré en la línea de apertura de uno de los textos de este blog. Y la aventura, como declaré en la línea de cierre de ese mismo texto, es un acto de fe.

La fe fue ese hilo conductor que guió mi cruzada de tres años en tierras uruguayas. Tres años que ahora me encuentran sin casa, sin trabajo, y debiendo tomar la decisión de reajustar mi rumbo.

Eso pienso en los albores del 25 de diciembre, en el pesebre montevideano al que llegué después de que varias otras puertas se cerraran en mi cara con la violencia del golpe no esperado.

Y ahora soy, como reza el epitafio de Francis Scott Fitzgerald, uno de esos barcos contra la corriente que son llevados en forma inexorable hacia el pasado. Porque, más tarde o más temprano, la corriente es más fuerte que cualquier intento de ganarle, como sabe cualquier navegante más allá de las declaraciones histriónicas de los capitanes que los instruyen.

Los aventureros de alma sólo tenemos una certeza: que nunca se vuelve al mismo lugar, menos después de que el mar haya inundado hasta el último recoveco no ya de nuestros barcos, sino de nuestra alma.

18 (2.0). Invitación

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A todos mis lectores históricos, sin demasiados preámbulos (que a esta altura entre nos no son necesarios) los invito a visitar mi nuevo proyecto, Salada en pila.

La razón del título y la línea editorial del blog están detallados allí, de manera que no voy a replicar la explicación aquí para no aburrirlos. Espero que, cuando lo consideren oportuno, se den una vuelta por saladaenpila.wordpress.com.

Esto no quiere decir que verlan mode haya concluido, simplemente que -por ahora- le doy un descanso para enfocar mi energía en ese nuevo proyecto.

Los espero; y hasta pronto, aquí o allá.

17 (2.0). El paciente oficio de escribir

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Escribir es, como la aventura, un acto de fe. Sabemos dónde comenzamos, pero no dónde terminaremos (aunque a veces, con cierta humana ingenuidad, creemos saberlo) ni cuál será el camino que unirá esos dos puntos, quizá cercanos, quizá remotos.

Tampoco, como ocurre con la aventura, sabemos en todos los casos cuál es el motor que nos impulsa a la acción. Sólo tenemos una certeza: la de que hay algo dentro de nosotros que busca ser expresado o encontrar el tiempo y el lugar necesarios para manifestarse.

Y así como no existe una fotografía sin la apertura hacia la luz que permite dejar una huella donde de otra manera sólo existiría un potencial no revelado, para escribir necesitamos abrirnos. No necesariamente al afuera, sino a nosotros mismos.

Y eso no es algo que suceda de un día para otro, así como -por lo general- tampoco existen las aventuras instantáneas.

No: como bien sabemos los aventureros, la aventura es un proceso arduo y su glamour es inversamente proporcional al esfuerzo, compromiso y dedicación que nos requiere.

Por eso es que escribir, como buen acto de aventura, es un ejercicio de la paciencia. Pero es un ejercicio liberador y transformador.

…………..

Como mis lectores históricos habrán deducido, el blog está en un período de reposo. No porque no sucedan cosas en mi vida, sino porque he debido dedicar mi tiempo y energía a otras cuestiones. Y, por otra parte, tengo otros proyectos de redacción. En cuanto consiga encaminarlos, los lectores que quieran darse una vuelta por ahí serán bienvenidos, como siempre.

En paralelo -e impulsada por la convicción de que trabajar en cosas que no tengan que ver con lo artístico no me hace feliz o, peor aún, me hace infeliz- he decidido sacar del voraz baúl de los proyectos pendientes el de guiar un taller literario. Si a algún lector le interesa participar, me puede contactar por aquí o bien a arianariccio@hotmail.com.

En principio, la modalidad será a distancia. En parte porque estoy complicada para llevar adelante encuentros presenciales pero, además, porque creo que de esa manera puede participar quien así lo desee, sin importar sus horarios o su ubicación geográfica.

No hay una fecha definida de inicio ya que mi idea es hacer un taller personalizado (y, por supuesto, accesible en lo económico). Me encantaría que, si hubiera algún lector interesado, se comunique conmigo y me contara cuáles son sus expectativas y anhelos en relación al hecho de escribir.

Y si algún lector sabe de alguien a quien pudiera interesarle la propuesta, agradeceré la difusión, ya sea compartiendo este post o bien mi email de contacto.

Por último, si mientras este blog se encuentra inactivo algún lector desea comunicarse conmigo, también puede escribirme al mail indicado arriba.

Mientras tanto, será hasta el próximo texto. Aquí, allá, o en el lugar hacia donde la aventura nos lleve.

 

16 (2.0). Existe un alfabeto del silencio

Volver era esto; irse es vivir con la ausencia de esto

Volver era esto; irse es vivir con la ausencia de esto

Pero no nos han enseñado a deletrearlo,

decía uno de mis poetas preferidos, Roberto Juarroz (y tal vez haya citado esas líneas antes, pero no tengo en este momento la capacidad para recordarlo).

Hace un año, días más días menos, estaba sentada frente a mi computadora, en la cocina del apartamento de Villa Biarritz.

Había muchos silencios en mi vida, en aquel momento. Silencios de aquellas voces que había escuchado a lo largo de mi travesía uruguaya y que ya no formaban parte de mi círculo laboral o afectivo, bien por circunstancias externas, bien por decisión propia.

Silencios de voces que no sabía que conocería en aquel momento. Y esa es la magia del destino: hoy, mientras escribo esto, ya no podría imaginar mi existencia sin esas voces.

El silencio de aquel apartamento que se perdió para siempre en la casa donde estoy pasando mis últimas horas.

Y el silencio que había detrás de las puertas donde golpeaba en vano intentando conseguir un trabajo que me permitiera quedarme.

Esos silencios han pasado y han mutado en otras formas; quizás ahora sean palabras, pero que en todo caso forman parte de una poesía escrita a destiempo y cuyos versos ya no puedo -ni me interesa- descifrar.

Sentada frente a una computadora ajena porque, queridos lectores, a) la mía terminó de morir mientras yo estuve en Punta del Este y b) no, no sé cómo voy a hacer para reponerla,

pienso en que cualquier palabra que pueda escribir en esta noche no hace más que dejar en evidencia la presencia absoluta del silencio que nos recuerda que la ausencia es la forma más sutil de la presencia.

Pienso en el silencio de las palabras de amor que no escucharé, porque aunque hubiera una voz que hubiera tomado la decisión de pronunciarlas, yo ya no estaré presente para escucharlas.

Pienso en el silencio que será la única respuesta frente a un lenguaje ante el cual me siento una extranjera y cuyos códigos simbólicos y giros urbanos ya no domino.

Pienso en el silencio como el único puente tendido entre mis -de nuevo- queridos lectores y yo, el único que permanece a través del tiempo cuando el de las palabras se cae por falta de tiempo, de recursos técnicos o por el insolente poder de la tristeza. A través del silencio avanzan, entre las siempre lábiles y movedizas orillas de la comunicación, mensajes que demuestran que lo textual no siempre necesita ser legible por medio de signos, sino revelarse mediante la sensibilidad del lector, como una película fotográfica donde sólo pueden ver imágenes quienes pueden tratar con delicadeza y paciencia aquello que para otros es sólo un material oscuro y sin matices.

Pero, por sobre todo, pienso en los silencios de aquellos maullidos que ya nunca voy a escuchar -al menos, cotidianamente- y que van a dejar mis días vacíos de la mejor música que me regaló Uruguay.

Y mientras pienso en esos silencios, sobre todo en los del párrafo anterior, me doy cuenta de que el llanto silencioso es el más triste de todos, porque es aquel donde ya no nos queda ni siquiera el poder catártico del llanto enérgico y desesperado.

………………

Me voy de Montevideo, este jueves. Sin fecha de regreso.

Es una decisión, en parte, madurada a lo largo de la estadía de un verano entero en Punta del Este, en la que la distancia me sirvió para comprobar que no estaba conforme con varios factores de mi vida montevideana.

Y a la vez, por otra parte, es una decisión forzosa y forzada, tomada sin anestesia y -por lo tanto- dolorosa, traumática y aún no procesada.

No tengo mucho más para agregar, sólo que quiero volver a vivir en Uruguay y, como siempre, cuento con el invaluable aporte de mis lectores si saben de alguna posibilidad laboral o tienen algún aporte constructivo en pos de lograr ese objetivo.

Por ahora, y dado que me quedo sin vivienda (al menos en Montevideo), debo irme a Buenos Aires y evaluar desde allí cómo seguir.

En unas horas, como cerrando un círculo, visitaré esa cocina de Villa Biarritz, y me despediré de todos los silencios. Los vividos y aquellos que quedan atrás definitivamente.

Mi computadora murió, mi celular está a punto de hacerlo, mi vida montevideana tal como la conocía está llegando a su fin. Se cortan mis lazos con el que fue mi mundo y deberé crear nuevos. Quizá en Montevideo, quizá en Maldonado, quizá en otro país, no lo sé.

Sólo sé que en este momento empieza la etapa de un duelo de duración indefinida, en el que -no obstante- los lectores y yo seguiremos unidos a través de ese melancólico, infinito y complejo alfabeto del silencio.

15 (2.0). The not quite, the not yet, and the not at all

Lunes nueve, dos A.M.

Camino por la desierta rambla puntaesteña y recuerdo qué diferente era este camino hace sólo un mes.

Iba por la 20, después me pasé a Gorlero (que es por donde debería estar caminando para llegar antes a mi destino) pero la ausencia absoluta de gente me deprimió. En Gorlero no hay NADIE. Todo está cerrado y no hay ni hormigas caminando por la calle.

No diría que me da miedo, miedo es lo que sentiría caminando sola en este mismo momento por Buenos Aires. Pero sí siento un profundo desasosiego. Porque he viajado mucho a Punta del Este fuera de temporada, pero lo habitual es que estuviera acompañada por las noches. Y, además, que hiciera una vida puertas adentro, en un bello lugar del que no sentía deseos de salir.

Por lo tanto estoy viviendo, por primera vez, esa experiencia de la que tanto me ha hablado tanta gente: la soledad del este entre temporada y temporada.

Que, al fin y al cabo, no es muy diferente a la que viví en Montevideo durante casi todo el primer año de mi estadía.

Y sobreviví para contarlo.

……………..

Casi diecisiete horas después, mi celular no suena cuando me hacen una llamada. Conclusión: me dejan plantada cuando yo ya estaba pronta para salir.

Me puede dejar plantada cualquiera, pero la cuestión es que me deja plantada esa persona que yo espero que nunca pero nunca haga esas cosas. El único hombre incondicional después de mi hermano: mi ex. Pero empiezo a pensar que ningún hombre tiene la cualidad de ser incondicional, eso nos está reservado a nosotras (feliz día atrasado, mujeres).

No sé si ir a tirar mi celular al mar para que tenga la misma muerte romántica que el que ahogué involuntariamente en Valizas o quedarme en mi cama llorando.

Pero no quiero tirame en esta cama, ni siquiera en la de Montevideo. Quiero estar en mi cama de Buenos Aires manchando mis almohadas con esa mezcla indeleble de lágrimas, delineador negro y máscara de pestañas sin que nadie me moleste. Aunque ay, si eso fuera posible, con mis gatos de Montevideo al lado mío.

Y por un momento deseo nunca haber venido a Uruguay. Aunque lo cierto es que ya no puedo imaginar mi vida sin esta experiencia.

……….

Hace 81 días que estoy en Punta del Este, casi un verano (y si me apuran hasta podría recibir el otoño acá).

Y pasaron muchas cosas en esos días, muy diferentes a las de hace dos años, en aquel ahora muy lejano primer mes de mi experiencia uruguaya.

La principal diferencia es que yo ya no soy la misma, y probablemente por eso me pasan cosas distintas.

Una de las cosas remarcables que me pasó fue el amable préstamo de un apartamento durante dos semanas, hecho que -como tantos otros- debo agradecerle a este blog. Es muy posible que la persona que me lo prestó lea estas líneas, de manera que nuevamente se lo agradezco. Fue una isla de paz y estabilidad en el océano de la turbulencia constante.

Ahora me duele mucho la cabeza y recuerdo las palabras de mi amiga B., en cuya casa dormí el viernes: «no tengas novio, no tengas hijos, seguí con tu vida de soltera».

Mi amiga -otro de los regalos que me hizo la punta en esta temporada- tiene una bella hija y un novio a quienes ama. Pero creo que, aplicado a mi caso y mis experiencias, su consejo tiene algo de sabiduría.

Y también me retó por haberme sacado el rubio (ahora estoy más oscura). Y tiene razón. No me encuentro sin esa cuota de agua oxigenada en mi cabeza.

Todo indica que debo seguir siendo rubia y soltera.

………………

No he tenido acceso a una computadora durante varios días, y hoy resultó ser el día con todos los números de la rifa para sentarme a escribir. Era eso o salir a la calle a ver si me pisa un auto. Claro, hay que pararse en el medio de la calle en algún punto de paso obligado -digamos cerca de una estación de servicio- pero munida de un banquito para sentarse a esperar hasta ese dichoso momento en que llegue el auto.

He tenido varias noches como estas -casi todas narradas en este blog de una manera u otra- y recuerdo en particular y con nitidez a la señora madre de esas noches, la del 31 de julio de 2013 (esbozada en «Tierna es la noche«).

Muy, pero muy relacionada con esa porque la sangre del dolor brotaba de una misma herida, recuerdo también la noche posterior a los feriados de carnaval: la del miércoles de ceniza del 2014, a la que a su vez le dediqué el post «La peine«.

La diferencia entre una y otra noche es que en la de «La peine» había una decisión consciente y voluntaria de dejar atrás algo y apostar por ese refugio que tan bien conozco, el de la soledad.

A un año de haber tomado esa decisión, no estoy segura de que haya sido la correcta y -de hecho- no me interesa demasiado mantenerla, aunque las circunstancias ayudaron a que pudiera hacerlo. No sé si esa pequeña muerte que sucedió a «soltar el ladrillo» generó una pequeña resurrección. Y no sé qué ocurrirá a mi regreso a Montevideo con esa historia.

En este momento sólo sé que recuerdo aquella noche fría del 31 de julio de 2013, sentada en la querida cocina de Villa Biarritz, tomando grappamiel, escuchando Tom Waits, llorando, escribiendo y muriéndome de frío.

«Cuando nos movemos en el límite, como lo hacemos nosotros, cualquier cosa puede provocar un derrumbe. Me duele mucho lo ocurrido y espero que podamos aprender de esto» me escribe, en el mismo momento en que estoy escribiendo estas palabras, la persona que me dejó plantada y me concedió con cierta gracia la ocasión para estar escribiendo este texto, que hubiera sido muy otro si lo hubiera escrito -tal lo previsto- mañana.

Si, tal vez peco de soberbia, pero no veo qué es lo que yo tengo de aprender de esta situación. Salvo que, como señalé al principio de este post, quizá no exista el hombre que tenga la capacidad de ser incondicional del todo. Y que tengo que cambiar mi celular, pero eso ya lo sabía.

En lo que sí coincido es en que siento todos los cascotazos juntos en mi cabeza. Por eso me duele tanto, al límite de la náusea. Y no tengo aspirinas salvo mi Plidex de cabecera, la panacea para todo. Veremos si funciona contra esto.

…………….

En unos días (al momento de escribir estas líneas no sé cuántos, pero serán pocos) me vuelvo a Montevideo y, en algún momento de marzo, viajaré a Buenos Aires (de visita).

Los mismos caminos de hace dos años, pero otra caminante. Y una ruta excluida de las mapas y que nunca, pero nunca, se deja anticipar del todo.

14 (2.0). No tan bárbaro

Reina y su muñeca
Hace hoy exactamente un año yo estaba también en Punta del Este desde hacía unas cuantas semanas, a unos kilómetros de donde estoy ahora, contando los días para poder salir de aquello que con cierta ironía -y, por qué no, piedad- bauticé «la jaula de oro».

Un bello lugar, rodeado de un bello entorno, que no tenía la libertad de poder disfrutar.

Me la pasaba encerrada porque estaba aislada de todo y mi sueldo se iba en pagar el alquiler de Montevideo.

Atrás quedaron todas las historias de esa temporada: un enero radiante y todos los personajes que conocí en Chihuahua, los compañeros de trabajo con los que hacíamos catarsis todos los días, el plato de comida diario (que era cualquier cosa menos bueno, pero al menos era la garantía de que ALGO iba a comer durante el día), el contar monedas para ir al único almacen en kilómetros a la redonda y comprar un paquete de galletitas brasileras que en aquel verano costaban diez pesos y solían ser mi único alimento diario después del plato de comida, las mucamas que me regalaban manzanas, el último bon o bon que encontré registrando todo mi equipaje un día que estaba muerta de hambre, los emails intercambiados con la que era mi locadora en Villa Biarritz para que por favor me permitiera pagar el alquiler en cuotas, las escapadas clandestinas para agarrar wi fi en un pasillo del hotel sin que me viera mi jefe, el febrero lluvioso donde me tuve que quedar recluida durante mis pocas horas libres en mi habitación (que, nobleza obliga, no era fea, pero era una cárcel al fin), los consejos de vida de Ricky Maravilla, la noche donde tuve que ser recepcionista de una (fallida) fiesta swinger, el día en que Carlos Di Doménico me dijo «divina, hacés bien, nunca te vayas de Uruguay y no vuelvas a Buenos Aires», las celebrities uruguayas interesadas en comer de arriba todo lo que les fuera posible, y el deseo feroz de que todo eso se terminara y llegara el momento de regresar a Montevideo y a mi querido barrio.

Si le hubieran preguntado a aquella mujer qué sería de su vida en un año, seguramente no hubiera imaginado un escenario parecido a aquel. Hay cosas que una cree que sólo vivirá una vez en la vida.

Y yo (resignada) miro a esa rubia muy parecida a esta, que todavía vive en los posts de aquel entonces, y puedo escuchar todo lo que me dice. Y retrucarle sus argumentos. Nadie mejor que yo para discutir conmigo misma. Los demás, ni siquiera lo intenten. Siempre encontraré argumentos para defender mis convicciones justamente porque, como se desprende del término, estoy convencida de ellas.

-Estás en la punta, eso es bárbaro (dice ella, recluida en una zona que a las nueve de la noche ya es una boca de lobo).

Sí querida, estoy en la punta, puedo ir adonde se me cante caminando. Pero, al igual que vos, no tengo dinero para esos menesteres. Además, mi vida, vos NO tenías que pagar por tu alojamiento. Eso es una gran, gran ventaja.

-No tenés un jefe como aquel que sólo nosotras sabemos qué tan terrible podía ser, eso es bárbaro.

Es un buen punto, casi ganado (a medias, porque esta temporada he tenido una jefa difícil de aguantar), pero no. Porque, este año, tampoco trabajo en cosas que me gusten, el ambiente laboral es tan complicado como el de aquel entonces, y sigo trabajando unos días más sólo con el fin de ganar tiempo para seguir buscando. Sólo por eso. Por lo demás, lo que hago no me aporta nada ni en lo económico ni en lo personal. Casi diría que el año pasado fue más rico a ese nivel.

-Podés ir al supermercado que quieras, no a ese almacén que parecía sacado de película de terror clase B, eso es bárbaro.

Estimada rubia tan teñida como ahora, sí, tengo pila de lugares donde comprar comida cerca, pero mi presupuesto actual sólo me da para adquirir las mismas galletitas de entonces -o sucedáneos de aquellas- que esta temporada, encima, son más caras. Te reconozco sin embargo que he comido mejor hasta hace unos días, cuando tenía algunos pesos disponibles para eso.

-Podés ir a nuestro templo (el puerto) de noche a cualquier hora, eso es bárbaro.

Puedo, sí, pero (aunque no lo creas) vos el año pasado tenías más recursos que yo para salir más presentable. Más ropa, más maquillaje, más de todas esas chucherías que las mujeres conocemos. A mí se me acabo hasta el rímmel y (adiviná) no, no me puedo comprar otro. Me siento desnuda sin él, más que tomando sol en Chihuahua. Vos me entendés.

OK, vos tenías todo eso, pero no la posibilidad de salir. Yo tengo esa posibilidad, pero me falta todo eso.

Conclusión: siempre nos faltan cinco para el peso.

Y te digo: vos estabas entusiasmada por regresar a Montevideo, aunque sólo fuera por escapar de esa cárcel.

A mí no me está pasando eso. Porque Montevideo para mí, este año, representa -incluso más que el año pasado- la necesidad de tomar decisiones que deberé tomar más temprano que tarde, más allá de mis deseos de permanencia y (cierta) estabilidad.

Esa sensación que tenías el año pasado, eso

era bárbaro. Te lo asegura la voz de la experiencia.

……………

7 de febrero, dos días antes de cobrar mi sueldo, ya no tengo dinero, y no precisamente porque haga una vida dispendiosa.

Pido un vale, pero es sólo para pagar el alojamiento.

De manera que vuelvo a mi dieta de galletitas. No se la recomiendo a nadie.

9 de febrero, cobro, pero he trabajado muy pocos días de enero así que mi dieta no ve muchas posibilidades de prosperar (aunque me compro los víveres necesarios para prepararme un sandwich).

Sentada en la computadora pienso que estoy en el lugar que quiero estar, luchando por un objetivo que exige salir (una vez más) de la zona de comodidad y que durante esta estadía tuve el privilegio de ir muchos días a esas playas que tanto amo.

Pero no puedo sacarme de la cabeza esa canción que cantaba Reina Reech, porque sé dónde estaba hace un año, y dónde estoy ahora. Incluso creo que el tema original -perteneciente al musical «The woman of the year»- del que sólo se conservó intacta la célebre frase «el pasto es más verde siempre en otro jardín» y que tiene una letra bastante más ácida que la de la versión ATP de Reina, aplica bastante más a mi vida. Que no es, precisamente, «apta para todo público».

Y siento que esa caminata, en cuyo registro fotográfico hay imágenes donde el pasto parece brillar como esmeraldas más luminosas que las de cualquier otro jardín, llega lentamente al mismo lugar donde comenzó.

13 (2.0). Lamentaría que esto tuviera un final triste

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Una foto.

Una foto de una camioneta en un lugar perdido.

Dos personas, afuera de esa camioneta que se quedó en la ruta. Un hombre y una mujer, completos desconocidos hasta el momento en que ella se vio en la necesidad de hacer dedo y él la levantó.

Y una historia que ella le cuenta a él y frente a la que el hombre sólo atina a decir:

-Lamentaría que esto tuviera un final triste.

…………………

Lo que ha llegado al final es la comida que compartimos en Rex, en La Barra. Dos personas. Una que escribe y la otra también.

El le cuenta a ella la historia que está escribiendo: la de un hombre y una mujer perdidos en alguna ruta, en una camioneta descompuesta.

Y repite la frase del personaje, y ella tiene la sensación de que esas palabras trascienden los límites de la literatura y que la destinataria del mensaje es ella. Ella, su soledad, sus circunstancias, sus aventuras y desventuras que poco han cambiado -a nivel global- desde el post escrito hace un año, donde cual la mujer del cuento ella se quedó varada en un lugar (en mi caso, la estación Ancap de Solanas, que también se encuentra en una ruta).

No sabemos si la literatura copia a la vida o viceversa, pero tenemos una certeza: alguna plagia a la otra y es difícil saber cuál es el original.

El mozo trae la cuenta, él paga y nos vamos hacia Maldonado, donde intentamos ver un desfile de carnaval pero nos ahuyenta la cantidad de gente.

Atrás en este día quedaron un paso fugaz por José Ignacio y Manantiales, y un par de fotos donde el modelo es el viento en intenso esplendor y yo -la modelo aparente- sólo cumplo la función de permitir que él se luzca.

…………

Miércoles 4 de febrero, el sol copa la parada en el escenario del este y las calles solitarias permiten inferir que todos los presentes en la ciudad están copando las playas.

Y yo, desclasada de ese grupo, que elijo sentarme frente a una computadora y leer y escribir.

Releo el post mencionado más arriba y pienso si, a pesar de todas las cosas que han cambiado en los doce meses transcurridos, no sigo siendo aquella chica sentada en el cemento húmedo de la estación de Ancap, sola y sin demasiados recursos para hacer frente a situaciones de las que todavía no tiene muy en claro cómo termina saliendo.

Una manera de vivir bastante extenuante que -cada vez me doy más cuenta- no se puede sostener indefinidamente. Todo tiene un final, y sólo tras algunos de esos finales podemos escribir un epílogo redentor. En otros casos, el libro simplemente se cierra y ya desprovistos de la tinta y el papel sólo nos queda sentarnos a esperar las críticas.

…………………………

Miércoles 28 de enero, La Huella explota de gente.

Varios personajes públicos, como de costumbre. Por ejemplo, Pablo Massey -quien conversa muy entusiasmado con uno de los dueños del boliche. También el zorrito (von) Quintiero, que comparte mesa con varias personas. Uno de ellos le habla sobre las bondades del trasero de alguna de las mujeres presentes en el lugar y él le responde que no la vio.

Llueve desde temprano y a los habitués del lugar se les suma el publico-en-vacaciones que está boyando y no sabe qué cuernos hacer en un día de lluvia.

Y yo, desclasada de esos grupos, que lo llevo a mi hermano -que está de visita por unos días- a tomar unas caipis (la mía mediterránea, por favor).

Después nos vamos a tomar un licuado (él) y un submarino de chocolate belga con naranja (la que escribe) a uno de esos cafecitos coquetos que rodean a la plaza.

………………

Unas horas después, ese mismo día, visito La Huella nuevamente; esta vez en su formato de libro. Un precioso libro, por cierto, que da ganas de repetir cada una de las recetas incluidas en él.

Frente a mí, dos personas. Una mujer que intuyo no comprende mi presencia en ese lugar y mi amable anfitrión, que quiere saber si podría hacer fotografías como las del libro.

Podría, claro, si tuviera el equipamiento necesario. De todas maneras, no es ahora el momento, y no sé si llegará alguna vez.

Mientras hojeo el libro, mi hermano está viajando a Montevideo. Una ciudad que en este momento representa para mí la incertidumbre: la de cuándo voy a regresar, la de qué voy a hacer cuando vuelva, la de con qué me voy a encontrar, la de qué voy a hacer con mi vida, la de la expresión de mi hermano cuando se despide de mí y con sus ojos sé que me dice,

lamentaría que esto tuviera un final triste.

12 (2.0). Samba de janeiro, 2015

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El atardecer desde Boca Chica

Jueves 8,

el sol desaparece lentamente en al agua y yo estoy sentada (aunque no sola) en una de las mesas de la terraza de Boca Chica.

Tomamos una caipi, tomamos dos (bueno, yo tomo dos) y comemos un sandwich caliente. Me gusta mucho más «tostado», pero respeto la máxima «Mi país, su forma de hablar». Entre paréntesis -y en mi opinión, claro- es interesante cómo la primera penetración cultural dentro de un nuevo territorio, o la primera imposición a la que se somete un expatriado, es la del lenguaje. Un tema muy rico acerca del que, por supuesto, tengo teorías que me sentaré a escribir en algún momento.

Y hablo de esos temas de los que por lo general nadie habla en ese lugar. De los trabajos que pasaron, de los que no deberían volver, de los que tendrían que llegar, y de la conveniencia o no de seguir buscando acá o de regresar a Montevideo. De fondo, una pareja de porteños veteranos increpa al mozo porque pidieron un café con leche y parece que la máquina de café se acaba de romper. Los gritos de la mujer se escuchan hasta La Barra mientras ratifico que el que no tiene problemas se los inventa.

El sol desaparece y yo lo miro como si junto a él desapareciera mi vida.

Viernes 9,

me pongo mis mejores galas -o sea un vestido del Forever 21 de Montevideo- y espero a mi amiga M. en la antesala de Ovo. Ruego a los dioses de la fortuna, que seguro están poniendo fichas arriba en el casino, que no permitan que nos desencontremos con M. Mi día (no digamos ya el día, sino toda la semana) fue un largo historial de desencuentros, algunos sin remedio. La metáfora de la semana sería el encuentro de dos personas que se conocen circunstancialmente y se despiden. Una cree que podrá volver a encontrar a la otra; la otra sabe que no podrá volver a ser encontrada. Sí, tiene todas las fichas del casino para ser tema de un próximo post.

Y yo parada en un pasillo del Conrad con el celular sin batería.

Nota al margen: mi celular sólo dura tres horas cargado, no suelo estar cerca de un enchufe salvo cuando duermo, y todavía no inventaron el cargador que se alimente de la energía de tu cuerpo y la transmita a los dispositivos móviles. Creo que sería el próximo gran invento de la humanidad.

M. llega, con otra divina amiga. Y pasamos una noche de esas que describí en otro post y me recuerdan noches de hace veinte años, cuando lo divertido era ir con tus amigas de un lado a otro del boliche. De la barra a la terraza, del piso de arriba al de abajo y así.

Mucha más caminata que baile, finalmente.

Y mucha brasilera llamativa en la pista y los VIPs. A juzgar por su apariencia creo que soy la única mujer del recinto que nunca pasó por el bisturí o la jeringa con bótox/ colágeno o lo que sea que esté de moda ahora.

Bueno, posiblemente mis acompañantes tampoco.

Sábado 10,

tengo una rutina que cumplo en Punta del Este desde que tomé la decisión de venirme a vivir a Uruguay. Casi diría una ceremonia particular, que siempre llevo a cabo sola y que -a pesar de que la gente camine sin cesar a mi alrededor- es sin duda un espacio de meditación. No siempre agradable, pero siempre intenso.

Me siento en uno de mis clásicos miradores nocturnos, la pasarela que lleva a ese puentecito estilo jardín japonés que está entre dos marinas. Abro una botella de lo que sea que pueda comprar y lanzo mis preguntas muy lejos, hacia la luna. Y permanezco en estado de contemplación esperando que alguna vez caiga una respuesta como si se tratara de una estrella fugaz.

Suena mi celular -en el que grabo notas para escribir cuentos- y mi noche continúa en El joven marino, donde como un plato excesivo de chipirones. Después en el Freddo del puerto, donde nos sirven un helado derretido. Y mi amiga M. me llama para ir a Ovo, donde iré y la esperaré en vano. Celular inútil mediante.

Domingo 11,

el sol desaparece lentamente en el agua y yo estoy sentada (aunque no sola) en un Jaguar enorme, de los antiguos, pero impecable.

El plan es mirar el atardecer con café y medialunas traídas del AutoMac. Un plan que no es, digamos, muy mi estilo («atardecer» y «Mc Donald´s» son dos ítems que ni siquiera van bien en una misma oración).

Menos aún mi estilo si de fondo suena la voz de Arjona, reproducida en un equipo de alta fidelidad que bien merecería reproducir la voz de otros intérpretes. Pero respeto la máxima universal e indiscutible de «Mi auto, mi música».

No obstante, por si fuera poco escucharlo a Arjona solo, uno de los tripulantes del auto canta en estéreo «la rubia para el taxi, siempre a las diez, en el mismo lugar».

No sé, quizás al improvisado cantante en cuestión le encanta la canción. Pero me siento un poco aludida y no me gusta.

El sol desaparece, yo sólo quiero desaparecer con él.

Sonrío con mi a esta altura clásica cara-de-nada (un gesto que nos queda tan bien a las rubias, aunque seamos teñidas).

Y antes de que llegue la noche ya estaré lejos, muy lejos.

……………………

Algunas horas después del atardecer, en ese domingo 11 que en realidad ya es lunes, espero a mi amiga M. en el Conrad, al lado de Ovo. Pasa una mujer con una piel apenas dorada y que desde lejos reluce con un brillo satinado, casi plástico. Tiene el pelo platinado entreverado en un peinado modernoso y los ojos muy maquillados de un negro tan profundo como el de su breve vestido. Podría ser una brasilera más de esas de características similares que circulan por el Conrad a razón de decenas por segundo, pero después de unos segundos me doy cuenta de que es Vicky Xipolitakis.

Unos minutos después llega mi amiga M. con una amiga de ella y entramos a Ovo. Pero no hay nadie y ya se sabe que una disco semivacía no es divertida. Mientras nosotros salimos, Vicky entra con dos acompañantes. Supongo que ella la habrá pasado bien igual.

Son más de las tres de la mañana y nos vamos al puerto, que también está semivacío, pero antes de seguir dando vueltas preferimos morir en Moby Dick.

Me encuentro con una conocida que trabaja ahí y me regala un trago. La amiga de mi amiga, que es una divina, me regala otra vuelta del mismo trago. Y además pruebo alguna caipirinha que anda en la vuelta.

…………..

Hace ya unos cuantos días, antes de fin de año y cuando todavía trabajaba, estuve de visita en la casa de un querido amigo que vive (como leí en Instagram y me encantó la descripción) «a la vuelta del paraíso», en algún lugar de José Ignacio y con vista privilegiada a esas preciosas playas.

Y recuerdo aquella vez en que mi anfitrión me llevó en moto desde ese lugar hasta Chihuahua, donde yo trabajaba el año pasado. Una experiencia que forma parte de mis aventuras esteñas y que recomendaría a cualquiera que se animara a probarla.

Hoy, mientras escribo, siento que ese viaje simboliza mi vida de este momento. El viaje donde no somos nosotros los que conducimos sino que nos dejamos llevar y nos abrazamos a algo para no caernos en el camino, mientras sentimos las caídas y las subidas muy dentro de nuestro cuerpo, como si estuviéramos pasando una y otra vez sobre el puente de La Barra.

Como me sucedió aquella vez, aquel día de enero.

11 (2.0). Pas encore

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-Vamos a bailar a lo del vecino

dice otra rubia, europea -muy bella- el 1 de enero del 2015, unas cuatro horas después de la medianoche que separó un año (lleno de tachaduras y anotaciones al margen) de otro que aún ni siquiera califica como hoja en blanco.

El vecino tiene una bruta casa y una banda en vivo, pero no.

Es el segundo año consecutivo que me toca recibir en mi amada Punta del Este. Y, coincidencias o no, este concluye a muy pocos kilómetros del lugar en el que lo recibí cuando nació, con el mar casi mojándome los pies como el año pasado, y con un grupo de personas que en su casi totalidad me eran desconocidas hasta hace unas horas.

Igual que el año pasado.

Es llamativo cómo se repiten ciertas experiencias en las que la vida -tal vez para no resultarnos aburrida y predecible- cambia el escenario, pero mantiene la escaleta del guión. Como esperando que descifremos ese mensaje oculto que se repetirá una y otra vez hasta que logremos interpretarlo.

Sólo que esta vez no estoy trabajando y mi hermano se encuentra en una quinta, a muchos kilómetros de distancia. Pasándola mucho mejor que el año pasado, espero. Por lo menos sin tener que caminar kilómetros en la oscuridad solo y esperar horas en una terminal vacía. Cada vez que revivo ese momento y me pongo en su lugar, se me siguen llenando los ojos de lágrimas por la impotencia de no haberlo podido ayudar y hacer un poco más agradable esa experiencia oscura y triste.

……………………….

Sentada en el muelle de Mailhos, miro hacia ese mar donde espero que se disuelvan mis cenizas el día en que todas mis hojas, las escritas y las que queden en blanco con finales abiertos, se desintegren.

Pienso en que debo calificar, no en el top ten (dejemos esos puestos para personas que me superen ampliamente en edad y vida en estas costas) pero sí entre las cien personas que, estando en este momento en Punta del Este, más aman esta ciudad.

He tenido lo mejor de este lugar servido en bandeja y he tenido que escarbar debajo de la alfombra para rescatar las sobras de esa bandeja. Y en todas las situaciones posibles sigo amando esta ciudad donde lo más bello es aquello que no se puede comprar, graciosa paradoja para un sitio donde todo parece estar en (costosa) oferta. Incluso las personas.

Quizá porque fue aquí donde viví muchos de los momentos más intensos de mi vida. Los más felices y los más infelices también. He abierto ciclos y los he cerrado. Y fue aquí donde transcurrió el prólogo de este blog. Un prólogo jamás escrito, pero que en poco más de treinta días acumuló historias con las que podría publicar un libro, pero no.

Todavía no me convertí en esa mercenaria de la literatura que vende hasta el último retazo de su privacidad al mejor postor. Me sigo quedando con mis secretos y con esas historias que tal vez se disuelvan en el mar conmigo, algún día.

……………

No traje (lo que queda de) mi computadora, por eso no estoy escribiendo. Estaba trabajando en el este, ya no. Estoy en la búsqueda laboral y definiendo mi fecha de regreso a Montevideo de acuerdo a cómo se presente el panorama en los próximos días.

Tal lo esperable para un alma nómade, he andado de playa en playa, desde Bikini hasta mi querida Chihuahua, que tantas horas de sol y bellos atardeceres me ha dado el año pasado.

Además de representar dos extremos imaginarios en un largo recorrido de kilómetros, ambas playas tienen dos perfiles sociológicos bien diferentes. Bikini es un viaje de egresados donde todavía hay mucho por conocer; Chihuahua es un viaje de vuelta donde ya nada nos sorprende demasiado. Y diría que, si te sorprende, es que no estás en el lugar correcto.

Como -después de todo- las almas nómades tenemos algo de esos dos perfiles disímiles, yo me siento cómoda en ambas playas, pero a nivel literario Chihuahua es mucho más rica. Casi no existe vez en la que haya ido y no haya encontrado alguna historia digna de ser contada. Es un lugar donde las mujeres solas llaman la atención, y ese es el punto de partida de muchas experiencias y reflexiones.

Algún día le tengo que dedicar un post completo a Chihuahua.

Otra de las teorías que van tomando forma en mi existencia peregrina es que la vida nos va llevando a los lugares acerca de los cuales quiere que escribamos, porque las historias latentes en esos lugares están -de alguna manera cuántica- en sintonía con nuestra propia historia, en un momento dado. No somos nosotros quienes elegimos un lugar. El lugar nos elige a nosotros, porque quiere que expresemos su alma, de la forma en que tengamos capacidad para hacerlo.

………………

Uruguay es una prueba de crecimiento personal, un lugar para curar heridas de la niñez, no para echar raíces hacia la prosperidad.

Y NO hay hombres,

me dice la encantadora rubia del comienzo del post.

Y casi podría dar fe de todo lo que dice.

Y hacer las valijas e irme hacia otro lugar (jamás Buenos Aires).

Pero no.

(todavía)

10 (2.0). En síntesis

No sólo mi futuro es una hoja en blanco. También lo es mi presente.

Jueves, 11 de diciembre.

Estoy sentada, una vez más, frente a mi computadora.

Buscaba un momento oportuno para escribir, pero creo que esta vez la vida –como sucedió otras veces- me lo ha impuesto a la fuerza.

En Montevideo, y supongo que en casi todo Uruguay, es un día divino. Uno de esos días en que me digo a mí misma “vamos a la playa”, armo mi bolsito, y me voy hacia la playa que sea. Como ocurrió la semana pasada, que hice escala en José Ignacio y La Barra.

Hoy, en cambio, no tengo ganas de nada.  No quiero estar levantada, tampoco quiero estar en la cama. No tengo ganas de dormir, pero tampoco quiero estar despierta.

En resumen, un día delicioso.

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Tampoco tengo ganas de escribir un post largo. Por una vez, voy a ser sintética.

Primero, les cuento a mis lectores que a partir de ayer soy –nuevamente- una desempleada más.

Mi contrato de trabajo se acabó porque estoy sobrecalificada para el puesto que estaba ocupando, como me dijeron con mucha amabilidad mis jefes.

Es verdad, pero necesitaba el dinero como cualquier mortal no-mantenido.

Quizá debería valorar lo bueno: me quedé sin trabajo en el momento justo para buscar un trabajo de temporada. Que no será una buena temporada, pero siempre tendrá más oportunidades que las que se presentan en Montevideo donde, como bien saben los uruguayos, todo muere desde ahora y al menos hasta febrero.

Y a partir de hoy cuento con una referencia nueva, porque mis flamantes exjefes se deshicieron en abalanzas hacia mí. Yo necesitaba más el dinero que los elogios, pero no dejo de reconocer que en este país donde todo se maneja de forma pura y dura en base a recomendaciones, nunca está de más agregar una al currículum.

No obstante, por ahora, sólo puedo ver lo triste de la situación. Por ejemplo, que le había prometido un pasaje a mi hermano para poder vernos en sus vacaciones y ese papelito se fue junto con ese sueldo completo de diciembre que ya no cobraré.

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Desde mi regreso a Montevideo, tuve tres noches fatídicas. Una está esbozada en el post (Querida), la otra no tuvo registro en esta crónica. Y la de ayer sería la tercera; y la primera en el ranking, por lejos.

Anoche, en medio de las lágrimas, el silencio puertas adentro, y la euforia lejana por el triunfo de River que no estaba en condiciones anímicas de compartir, me fui a bañar.

Y pasados unos minutos sentí los arañazos de la perra en la puerta, queriéndola abrir.

La perra sólo hace eso en casos extremos, cuando percibe que quien está del otro lado de la puerta está muy mal. Así que me confirmó lo que ya sabía. Y, para completar, cuando salí se puso a llorar ella también.

Toda la empatía de la que carecen algunos seres humanos está repartida entre los animales. No me queda ninguna duda de eso.

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Al mismo tiempo, al igual que esa puerta, se están cerrando otras. No tengo ganas de hablar de eso, pero quizá sea necesario o inevitable que se cierren.

No hay demasiado que pueda hacer al respecto, de manera que por el momento voy a encarar lo único que siento que está en mis manos.

Mañana me voy con rumbo este a saludar a un amigo que acaba de cumplir años y a hacer un poco de terapia de playa y conversación con él.

Y después, aprovechando que ya estaré por la zona, voy a hacer la ruta de bares y hoteles de Punta del Este, La Barra, Manantiales, etc.

De nuevo frente a un fin de año incierto, les pido a mis lectores creyentes –en lo que sea- que enciendan una luz por mí.

Todo suma. Gracias.

9 (2.0). La sonrisa de los gatos

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Noviembre se va, mi amiga L. se fue hace ya varios días después de más de tres semanas de estadía donde pude recordar qué divertido era salir de bares y copas por ahí.

Hemos reído, hemos llorado, hemos bailado, hemos tomado sol y algunas otras cosas también, hemos compartido tantos silencios juntas.

En esta vida montevideana que empezó el año pasado no desde cero, sino desde menos diez, algunas veces no sólo me falta con quien compartir palabras. Más que eso, me falta con quien compartir silencios.

Y ahora se siente fuerte el bache de la ausencia de mi visitante. Hay cosas que ya no me apetece tanto hacer sola aunque, conforme pase el tiempo, sé qué volveré a adaptarme y las haré.

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Entre las actividades solitarias que estoy tratando de retomar, se encuentra la de ser perseverante con la escritura. El año pasado pude escribir más de 500 páginas (sólo de este blog), lo que demuestra que –de haber tenido la constancia requerida- este año hubiera podido terminar perfectamente la novela con la que desde hace años vengo dando vueltas.

Pero no. Este año fue el del mareo rioplatense, el de estar de ambos lados de la orilla sin estar del todo en ninguno, el de un cronograma revuelto sobre el que no tuve control alguno. Y creo que esa deriva sin rumbo cierto se extendió a muchas de mis otras actividades.

Hoy, ya con un techo estable sobre mi cabeza (nunca sobre mis sueños) y caminos ya incorporados bajo mis pies, estoy tratando de retomar un relativo control sobre mi tiempo y de establecer prioridades. A esta altura de la vida una ya aprendió que el tiempo no sólo es un bien escaso sino que, además, es el más preciado de todos. Sin él, de nada sirve disponer de cualquier otro.

Por eso, estoy haciendo limpieza de actividades “inductoras del trance” -como decía un profesor en mis épocas universitarias- y poniendo en valor y grilla horaria otras que, a diferencia de aquellas, apuntan a fortalecer mis objetivos de llevar una vida cada vez más consciente. De hecho, hilando fino, toda esta aventura de venirme a Uruguay comenzó por eso, y si dejo esa búsqueda abandonada a su suerte de nada serviría todo el esfuerzo hecho hasta el momento. Del que este blog, como mis lectores ya saben, es sólo un pálido registro que elige callar muchas batallas agónicas de una esforzada (nunca definitiva) conquista.

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Quizás el hecho de que mi vida cambió (por exagerado que parezca) a partir de la llegada abrupta e impensada de una gata tuvo mucha influencia en lo que quiero escribir ahora.

Una novela, en principio más breve que la que escribo desde hace años y que espera paciente su final sin saber cuándo llegará ese punto, cual Penélope a Ulises.

Como conté alguna vez en La vida es novela, para sentarme a escribir un texto de ficción debo partir de una premisa básica: tener el principio y el final. Lo que está en el medio será la consecuencia de esos dos momentos.

Tengo una cábala, además. Nunca contar el título de lo que estoy escribiendo (que en mi caso surge naturalmente una vez que poseo el inicio y el desenlace de la historia).

Pero, como esa cábala está demostrando más bien ser la maldición de aquello que no avanza, esta vez la voy a quebrar.

Quiero empezar a escribir una novela que se va a llamar “La sonrisa de los gatos” (estuve investigando y al parecer sólo hay un corto con ese nombre, pero ningún texto literario). Una chica en sus veintes, un novio infiel que le regala un gato que no era originalmente para ella sino para la amante, que rechaza el regalo. La oficial y la amante forman parte del mismo grupo de amigas, que sorpresivamente (o no, pero habrá que leerlo) apoyarán a “la otra” cuando la situación, como suele ocurrir, estalle en algún momento.

Y así nuestra protagonista se quedará sin novio, sin amigas y sin salud casi al mismo tiempo, porque se enterará de que padece cáncer. Pero junto con esas pérdidas se quedará con un gato que será clave en el desarrollo de la historia.

Por supuesto, yo ya sé si ella sobrevivirá o no a su cáncer, y por supuesto ya sé también qué tipo de cáncer tiene, pero eso no es lo relevante de la historia. Lo que me interesa narrar es cómo se desarrolla la relación entre la protagonista y ese gato que llega a su vida a través de un camino misterioso, y el rol que cumple el animal a lo largo de la enfermedad.

Conozco muy bien lo que es el cáncer y creo que puedo ponerme en la piel de alguien que lo padece, porque lo viví de muy cerca por mucho tiempo. Conozco también lo que es el hecho de que un gato irrumpa en tu vida –porque ellos siempre hacen una entrada triunfal- sin haberlo buscado.

Sé que voy a llorar escribiendo esa novela porque, sin ser una historia autobiográfica, toca heridas pasadas y casi presentes que en el fondo remiten a los mismos sentimientos: la soledad, la incomprensión ajena y el desamparo frente a la adversidad.

Y espero que, una vez escrita, mis lectores se emocionen leyéndola. El plan es que esté lista en el 2015. Veremos.

La clave está, como casi todos los escritores dijeron con más o menos las mismas palabras, en sentarse y escribir todos los días.

Pero todos, sin excepción. Escribir es un ejercicio de la fuerza de voluntad, mucho más que casi cualquier otra actividad.

En realidad, la vida del escritor debería limitarse a: a) escribir, b) leer a otros escritores y c) hacer sociales (siempre glamorosos) a fin de recordar que existe un mundo fuera del interno y obtener material para sus propias creaciones. Ya se sabe, la realidad supera a la ficción.

Se sabe también que lograr que esos puntos coexistan sin ser contaminados por las demandas del tedioso mundo es algo tan esquivo y fugaz como la sonrisa de los gatos.

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P.D. Para los lectores interesados en mis vaivenes laborales, les cuento que desde hace unas semanas estoy trabajando, no en lo mío, pero me sirve para hacer un poco de caja, colaborar en la casa y cubrir algunos gastos. De todos modos, el tema trabajo quedará para un próximo post.

8 (2.0). Las chicas en el bar de Chucarro

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Jueves 22 de octubre, un taxi me lleva a la terminal montevideana de Buquebus.

Durante mi estadía en Montevideo, tal como conté en un post de hace unos meses, sólo dos personas me visitaron (tres, en rigor de verdad, pero una de ellas va y viene y dada esa condición no entra para mí en el rubro “visita”).

Todas esas personas eran hombres. Hoy, por fin, viene a visitarme una mujer.

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Hombres. Los hay en cantidad en el reducido espacio de Después te explico al que llevo a bailar a mi amiga. Los seductores de turno y los desubicados de siempre.

Hombres que invitan cervezas a discreción ya se sabe con qué fines (pero nosotras, chicas con cultura alcohólica, no somos fáciles de emborrachar).

Hombres que te siguen en auto hasta tu casa cuando decidís irte en taxi. No se sabe si por caballeros o por pesados.

Hombres.

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Hombres y mujeres, también en cantidad, en la fiesta anti-halloween y pro-tradición que se celebra en el boliche insignia del Uruguay profundo en Montevideo: Cimarrón.

Uno se cree que los caballos y/o las chatas están esperando en la vereda, pero no. Ni siquiera hay mucho vehículo en la vuelta, supongo que porque –para hacer honor a la condición de gente de campo- los parroquianos toman, y mucho. Los hombres y también las mujeres.

Hombres de boina y camisa a cuadros (estas últimas tres palabras definen, en Uruguay, al joven campero o al que se disfraza de tal) y mujeres de jean y camisa y largo pelo lacio que bailan polcas y dos y uno en un frenesí que los transporta a otro mundo, muy lejano al de aquellos que simplemente los observamos.

Nosotras no tomamos demasiado, apenas tenemos plata para una cerveza y tenemos que guardar unos pesos para el taxi.

Bailamos la clásica cumbiancha uruguaya (y la argentina también) y alrededor de las cuatro de la mañana nos subimos a un taxi y volvemos a nuestros respectivos hogares.

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Hombres y mujeres que –casi- brillan por su ausencia en el calmo y elegante bar del Sofitel de Carrasco, donde nos tomamos unos tragos en el ocaso de un día de tormenta. Bueno, hay algunos hombres hablando de negocios a los que nunca nos invitarían a participar, y alguna pareja aislada de turistas, posiblemente brasileros.

Y un servicio simpático y amable, pero lento, tanto que somos nosotras quienes nos levantamos a pedir y a devolver las cartas.

Vemos los relámpagos a través de los imponentes ventanales junto a los cuales estamos sentadas y yo lamento no haber llevado mi cámara de fotos. Pero, por regla general, no salgo con ella de noche, de manera que no hay un gran registro fotográfico de nuestras andanzas.

El registro son estas pobres notas y la riqueza de nuestros recuerdos.

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Hombres y mujeres que pululan por el tradicional Mercado del Puerto donde llevo a pasear a mi amiga L. el día de su llegada. Un día de sol y calor aplastante.

Por motivos relacionados con ella que no vienen al caso en este espacio, tenemos que hacer tiempo en la zona del puerto hasta las siete de la tarde, y llegamos al Mercado a las tres. Nos vamos a Roldós y nos tomamos la primera cerveza de las varias que nos tomaremos en los siguientes días, a un cansino ritmo uruguayo. Pero finalmente nos aburrimos de estar sentadas tanto tiempo en el mismo lugar y regresamos a la terminal, arrastrando la valija de mi amiga cuyo contenido parece pesar tanto como nosotras dos juntas.

Después de casi dos horas en la terminal esperando que ocurra algo que finalmente no sucede, nos vamos con una cierta tristeza que se mezcla con la alegría del reencuentro y que trataremos de diluir. Con más cerveza, claro.

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Cerveza, mujeres y hombres, en ese orden, nos rodean unas noches después en Burlesque, un clásico bar montevideano de los de Luis Alberto de Herrera, en el que hablamos de hombres, nuestras vidas como mujeres y el sabor de la cerveza tirada, en ese orden.

Cinco días antes de ese momento, otra cerveza nos acompañaba sobre la mesa de otro –muy- clásico bar montevideano, el Facal. A metros de nosotras, un desfile incesante de hombres y mujeres celebrando la victoria del Frente Amplio sobre el resto de los partidos, en las elecciones presidenciales que se llevaron a cabo en Uruguay.

Casi exactamente unas 24 horas antes, y violando una veda alcohólica que de todas maneras no debió alcanzarnos porque ninguna de las dos podía votar, estábamos sentadas en Paullier y Guaná tomando un vino.

Y hablando, claro, de hombres y mujeres. De alguna historia puntual y de conductas generales.

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Hombres y mujeres que fueron llenando el (también clásico, al menos para ciertos universitarios) bar El farolito, que estaba vacío cuando llegamos, lleno en el pico de nuestra charla, y más tranquilo cuando nuestra velada se cerró.

Y recuerdo una noche hace quince meses, una noche donde la Ariana que escribe era otra y su vida también. Con el mismo impermeable que llevo esta noche, gracias a que aquella noche un chico me alcanzó cuando me iba, porque me lo  había dejado sobre la silla.

Aquella noche estaba sentada en la mesa que está junto a la de esta noche, con mi amiga R. el día en que renuncié a uno de mis trabajos y todo a mi alrededor era una mezcla de estímulos continuos e incertidumbre.

Tanto esos estímulos como esa incertidumbre, como los hombres y las mujeres que los provocaban, como la botella de Branca que la moza puso esa noche sobre nuestra mesa, se encuentran ya en otra dimensión que a veces puedo ver pero a la que ya no puedo cruzar.

Esta noche, la conversación nos lleva al llanto. Lágrimas incesantes, un discurso de consuelo de mi amiga L. que se desvanece en el ruido ambiente, y una nostalgia de esa época donde nada era mejor que ahora pero la aventura era poética y escribía versos intensos e impredecibles.

Hoy, a través de mis lágrimas y del abrazo de L., la aventura sigue sentada en la mesa de aquella noche, pero ahora escribe versos prosaicos y correctos. Y si bien no puedo adivinar el final de su texto, me juego la Zillertal que tengo sobre la mesa a que puedo adivinar su próxima frase.

Detesto esa sensación. Y lloro aún más por la rabia e impotencia que me da sentirla.

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Lunes 3 de noviembre, llueve sobre Montevideo y estamos sentadas con mi amiga L. en Doña Inés, una coqueta y diminuta casa de té en Pocitos, que parece sacada de una casita de muñecas.

Nosotras, que de Barbie sólo tenemos el color de pelo, nos lanzamos sobre los scones, las primorosas cupcakes y las tostadas para conjurar los efectos depresores de la lluvia incesante que juega con nosotras desde hace días.

Pero en ese monono reducto, a metros de la calle Chucarro, la historia de mi vida en Uruguay gira delante de mis ojos como si la torre de platos cargada de calorías fuera un carrousel, y esa visión se multiplica en los espejos que nos rodean.

Veo el hostel que fue mi primera vivienda estable en Montevideo y se encuentra sólo a un par de cuadras; veo a mi primer trabajo y al segundo, que también están a pocos metros de donde estamos sentadas. Veo las charlas con mi amiga y ex compañera de trabajo R. que ocurrían literalmente a la vuelta de la esquina, me veo sentada en ese escritorio que escuchó -y desde el que escribí- tantas confesiones y palabras que construyeron castillos con naipes que hoy están en otras manos que barajan el mazo.

Veo la tarde de Colet y dulces decadentes de Carrera que compartí con mi hermano en la rambla durante su primera visita. Veo a todos los hombres con los que salí en mi hasta ahora infructuosa búsqueda del caballero uruguayo perdido, veo a las mujeres que me miraban como a la porteña excéntrica, veo noches de alcohol compartidas y solitarias, felices y desesperadas.

Y sigo viendo también, con esa sonrisa que reaparece cada vez que la torre da una vuelta, al chico del Disco de Chucarro, que quizá esté haciendo sus compras en este mismo momento, en ese mismo lugar.

7 (2.0). Para no perder la costumbre

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Lunes, una nueva semana hábil comienza, el sol brilla en Montevideo y –como vengo diciendo desde el año pasado- comienza la temporada en la que de verdad vale la pena haber elegido vivir acá.

A casi un mes de haber regresado a esta ciudad ya se me están acabando las reservas de dinero que traje para pagar pequeños gastos. Para ser más exacta, en realidad casi todo se me fue en un gran gasto: un perchero (de esos comerciales) para que mi ropa pudiera salir del encierro de bolsas y cajas.

Por cierto, todavía no recuperé todas mis prendas. Ah, cómo deseo ahora haber podido dejar todo en un solo lugar. Pero no, y al presente –todavía- estoy como viviendo a medias. Aunque, por lo menos, ya tengo más opciones para elegir a la hora de vestirme y no tengo que andar siempre con los mismos dos trapitos con los que me vestí durante casi tres semanas, y pasando bastante frío.

Pero regreso a ese hecho puntual de ver cómo, poco a poco, va quedando el último billete en mi billetera.

Históricamente, en esos casos y desde que estoy en Uruguay, usaba la tarjeta de crédito. Pero, por si algún lector no lo sabe, Santa Visa pasó a mejor vida, ese paraíso que me imagino tan verde como los dólares y tan lleno de destellos de luz como los de las tarjetas más coquetas. Ya lo he dicho alguna vez: estoy fuera del sistema bancario.

Soy una outsider de la sociedad, en muchos sentidos.

Y ahora, sin la ladera plástica/ virtual, sólo me quedan mis dos laderos de carne y hueso, entendiéndose por esto las dos únicas personas con las que contás en situaciones límite, verbigracia cuando no tenés un peso, en el sentido más literal que pueda tener esa expresión (creo que todos lo saben, pero en esta crónica esa expresión SIEMPRE se utiliza en sentido puro y duro).

El primero, sin duda, mi hermano que –por razones que no viene al caso detallar- sé que no está en condiciones de ayudarme.

El segundo no me escribe desde hace unas cuantas semanas y eso es una señal de que, en este momento, no puedo contar con él.

Se trata de esos momentos que te hacen recordar hasta qué punto estás sola en el mundo: sin padre, sin madre, sin abuelos, sin familia, obviamente sin pareja.

Sí, soy una outsider.

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Parte de ese dinero que tenía lo invertí en pagar un pasaje de ida y otro de vuelta para ir a la «semana» de la moda uruguaya, en el LATU (que sería como un equivalente de la Rural en el sentido de que muchas exposiciones/ congresos/seminarios en Montevideo se hacen ahí).

Quería distraerme. Y sacar fotos de otra cosa que no sea la casa donde vivo y los animales. Creo que hasta yo misma ya me aburrí de sacarles fotos, aunque los adore y ver una foto de la gatita Frida durmiendo me produzca una sensación de síndrome de Stendhal.

Llego al mostrador y le digo a la chica que fulanita me envió la invitación de prensa (es verdad) y entonces entro con la pulserita luminosa que me habilita a meter la cuchara por –en teoría- todos los rincones. A nivel económico no hace diferencia porque la entrada general es gratuita, pero lo hago para poder sacar fotos sin problemas.

Igual, para la hora en la que entro al predio no hay nada que me divierta mucho. Como 18 estaba cortada, llego tarde y me pierdo el brindis de presentación de evento, que hubiera sido lo más interesante. De las charlas que hay a continuación ninguna me llama demasiado la atención.

Me tomo una Zillertal, un café con un Kit Kat, un cóctel de Chandon, todo de cortesía y todo sea para amortizar los boletos de colectivo.

Saco algunas fotos, pero para una porteña no hay nada que sea demasiado llamativo. Todo es cada vez más Rapsodia look-alike y todas las asistentes tienen más o menos el mismo perfil. Chicas muy jóvenes de pelo largo y planchado, rubias pero no tanto, con sus madres más rubias e invariablemente bronceadas. Todas deben compartir el mismo placard, porque todas se visten con el mismo estilo. En el otro extremo, hay alguna teen alternativa style de esas que te cruzás en el BAF; pero son la excepción, no la regla.

Me enamoro de un par de vestidos incomprables en los que veo un atisbo de originalidad y emprendo la retirada.

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En fin, no hay mucho más para contar por el momento. Un par de entrevistas que pasaron sin pena ni gloria con la ecuación trabajo que no me gusta hacer/exigencias esclavas/ sueldo que no lo compensa. Si tan sólo una de esas variables fuera más indulgente con mis expectativas (no pido más, es claro), pero eso todavía no ha ocurrido.

Para ocupar la mente en algo más interesante, estoy diseñando un taller literario virtual. Ahora tengo el espacio físico para hacer algo presencial, es cierto, pero no es mi primera opción. Después de todo, estuve ocho años metida en el mundo de la capacitación a distancia y algo sé del tema.

No es porque lo piense como una fuente de ingresos; de hecho, no sé si eso va a ocurrir. Pero el sólo acto de pensar ejercicios que a mí me hubiera gustado hacer me genera una cierta gratificación.

Justamente porque no lo veo como algo comercial, me estoy tomando mi tiempo para organizarlo, sin urgencias. Pero, en cuanto lo haya diseñado, publicaré el aviso pertinente por si alguno de mis lectores conoce a alguien a quien pueda interesarle.

Por otra parte, y como sé que mi frecuencia de publicación es bastante díscola, creé una fan page del blog en Facebook. No para que mis lectores se hagan fans, sino para que los heavy users de esa red tengan otra opción para saber cuándo hay nuevos posts. Si tipean verlan mode en el campo de búsqueda les va a saltar la página y allí podrán ver los posts publicados. Por lo menos, por supuesto, el que sea el más reciente (la idea es ir publicando los anteriores también).

Dicho esto, me voy a tomar sol. El placer más democrático, aquel que puedo seguir disfrutando hasta que se me acabe la última gota de ese protector solar que ya comienza a escasear, desafiando a este sistema que me dice que, sin mis dos laderos, las circunstancias están a punto de resultar más abrasadoras que esos rayos.

6 (2.0). Los anillos de Saturno

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Buscame algo que dice “los anillos de Saturno”,

me pide él, y yo –siempre diligente como secretaria ad honorem- me aplico a la búsqueda.

El escuchó esa canción en otra compañía femenina, pero yo lo ignoro en ese momento y lo descubro recién cuando le participo mi descubrimiento, a causa de cierto comentario que él me hace y ya no viene al caso.

La frase, le escribo por mail, es de una canción que se llama “Al sur de tu corazón” y la canta Laura Canoura.

Por supuesto, escucho la canción. Me gusta y coincido bastante con lo que dice la letra.

El busca la canción, que escuchó por única vez en aquel momento donde me envió la frase que pescó al vuelo, averigua en qué disco se encuentra, y lo compra.

Es un disco doble que sí escucha conmigo (no sabemos si con alguien más en algún otro momento, claro, pero eso a esta altura es un detalle) y ambos coincidimos en que no era nuestro estilo. Pido disculpas si hay algún fan de Laura Canoura entre mis lectores. La he visto en alguna entrevista ya viviendo en Uruguay y de hecho me cayó bastante simpática. Pero como cantante no me enamora, con la única excepción de esa canción.

Quizá debería darle otra oportunidad pero, en el interín, lo solucionamos fácil: si alguien es fan, que vaya al recital y después nos juntamos para tomarnos un whisky. Que sea importado, por favor, no uruguayo. Amo tantas pero tantas cosas de Uruguay, salvo su whisky y ese disco de Laura Canoura.

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Domingo 12 de octubre, voy caminando por algún pasillo de la casa montevideana donde vivo y desde un celular empieza a sonar “Al sur de tu corazón”, versión en vivo y a todo volumen.

Y en un instante hago un viaje de muchos, muchos años, hasta la historia que acabo de contar. Y todos sus protagonistas se hacen presentes en el escenario donde –en el fondo- siempre están, es decir la memoria de mi alma.

Hay una frase de Rudyard Kipling que sostiene que los olores son más poderosos que las imágenes o los sonidos para despertar emociones en nuestro corazón. Pero, de alguna manera, un sonido es el perfume sutil de un recuerdo y en tanto tal a veces puede llegar a nuestro sistema límbico con la misma celeridad de un aroma. No necesito que ningún estudio científico me avale; estoy segura de que es así.

Y, para añadir una nueva dimensión a la cuestión, hace poco, justo antes de regresar a Uruguay, vi una imagen. Una impresión mediocre en blanco y negro de una casa que tiene que ver con mi historia personal, en un contexto donde se suponía –o al menos yo esperaba- que esa imagen no debía estar, nunca, de ninguna manera. La impresión de una foto de una casa en Cabo Polonio, una casa que para mí simbolizó durante mucho tiempo un pasaporte a la libertad y luego resultó ser una tumba, el sepulcro de mucha de mi ingenuidad.

Cuando vi esa imagen, al igual que cuando escuché la canción de Laura Canoura, el efecto fue instantáneo. En el caso de la foto, me tomé uno atrás del otro unos cuantos vasos de whisky (escocés, claro, no uruguayo ni argentino) del bar de la casa porteña en la que mi mirada descubrió la foto. Si el alcohol me pateó el hígado, no me importa. Duele menos una patada al cuerpo que una al alma, todos lo sabemos. Bueno, a veces dudo que todos lo sepan, pero nosotros lo sabemos y es lo que importa.

Cuando escuché la canción de la Canoura, sólo pude esbozar una semisonrisa y declararme a mí misma que el pasado nunca muere. Como los anillos de Saturno, los recuerdos giran a nuestro alrededor como partículas que se desprendieron de algo que en algún momento existió bajo otra forma. Las formas mutan, pero las partículas siguen ahí, silenciosas y sin tocarnos hasta que en algún momento de manera en apariencia azarosa una de ellas se desprende y nos golpea recordándonos que alguna vez todo fue uno: nosotros, los anillos, y el cielo en el que estuvimos suspendidos antes de aterrizar en el áspero suelo de eso que –nos lo recuerda la misma caída- es el hoy.

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“Trabajá”,

me dice en tono paternalista/ condescendiente un hombre que se despide de mí en un encuentro fugaz.

Y hubiera podido responder tantas cosas, pero el contexto no era apropiado para eso. Y creo que mi interlocutor tampoco hubiera podido entenderme, así que mi respuesta fue un diplomático y helado silencio.

Me molestan, y no lo puedo evitar, las personas que piensan que no trabajo porque no quiero. No sé si se imaginan que por reunir determinadas características yo debería tener al menos un par de ofertas laborales a mis pies.

Bueno, no.

Unos días antes de venirme, estaba sentada en una esquina del muy porteño barrio de Almagro con mi amiga V. (no la del post pasado, otra con la misma inicial, colega de carrera). Y llegamos a esa conclusión: que muchas personas ven desde afuera una situación que no es, la de que una es exquisita y no se resigna a trabajar en cosas que sabe bien que no son lo suyo y no le gustan.

Ok, si te matás horas quemándote las pestañas leyendo y escribiendo muchas veces sin comer o acostarte siquiera un par de horas, no me parece mal que aspires a un determinado nivel laboral.

Pero ese no es el punto, sino el de que –en mi caso- varias veces, como ahora, aceptaría ese rango de trabajos que no me gustan. Me postulo, pero no me llaman.

Los que atraviesan mi situación pueden entenderla. Desde posiciones más privilegiadas, es muy complicado poder hacerlo. Lo sé, por eso evito discusiones y opto por el silencio.

En fin, todavía no he conseguido trabajo y, tal vez por arte de la magia de la ley de Murphy, todas esas posibilidades que parecían estar en el aire cuando tuve que regresar a Buenos Aires desaparecieron y aún no han sido reemplazadas por otras.

Pero los lectores de mi blog saben que, en esta historia, todo puede cambiar de la noche a la mañana, para mi tristeza o para mi alegría.

Y me pregunto cuáles serán los anillos de Saturno que me harán evocar este momento, cuando pase el tiempo y siempre y cuando yo logré pasar con él. Pero la respuesta es tan incierta y misteriosa como esos anillos.

5 (2.0). B-Side

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Estoy sentada con mi amiga V. (la editora) en el Starbucks de Cabildo y Olleros. Recuerdo con una sonrisa ingenua una reflexión hecha en un post de un viejo blog (ese que sale acá como “Historias de mi prehistoria”) acerca de lo raro que era que en Buenos Aires no hubiera Starbucks y que, de haber tenido la tarasca, yo misma hubiera traído la franquicia.

Se podría hacer la misma reflexión acerca de Uruguay. Pero preferible que todo siga como está.

Las historias –propias y ajenas- que contamos conducen a V. a traer a colación una teoría de su cosecha: personas como nosotras nos la pasamos haciendo cosas y cultivando intereses porque sentimos que estamos en falta con ese mundo de talentosos que nos dan una palmadita en la espalda y nos dicen “Querida (querida), seguí participando, que algún día te va a tocar la tapita ganadora”.

Ellos levantan su copa de Coca Cola y brindan constantemente en el lado A de la vida mientras nosotras estamos en el lado B buscando la fórmula de la Coca Cola. Ya lo dije desde el primer post de esta versión literaria 2.0 de mi vida en Uruguay.

¿Seríamos más felices en el lado A?

Pero el secreto de la vida –dice un libro de Andy Freire que me leí de parada en el Yenny del Solar de la Abadía, en Buenos Aires- no reside en tener la respuesta certera, sino en hacer la pregunta justa.

Ya lo había leído antes, en algún otro lugar. O es una teoría perpetuada por gente que nunca tiene la respuesta, o efectivamente es la posta de la existencia.

……………….

Ninguna de esas preguntas, ni de sus posibles –y acaso interesantes- respuestas importan en ese instante en que el llanto es inminente y ya no hay manera de detenerlo.

Muchos taxistas me han visto llorar en sus travesías y menos mal que ninguno de ellos resultó ser un Arjona, porque tiemblo sólo de pensar en el tema que podría haber escrito. De haber sido ese el caso, hubiera preferido arrojarme del taxi cual Solita Silveyra en Rolando Rivas taxista antes que escuchar esa canción por la radio.

El día antes de regresar a Montevideo iba sola en un taxi por avenida Libertador, a la madrugada, en una Buenos Aires calma, fría e impasible.

Quince minutos antes de ese momento estaba en un ascensor abrazada a una persona como si a partir del momento en que nos separáramos todo a mi alrededor fuera a derrumbarse.

Eso no sucedió, pero apartarme de ese abrazo fue como destruir la compuerta represora de miles de emociones que, como las canciones del lado B, están ahí, pero nadie las escucha.

A veces soy tan coherente con mis propias teorías que, de hecho, mi llanto fue silencioso.

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No hay nada que te haga recordar más lo sola que estás en el mundo que apostar a un proyecto que implique jugarse todo lo que tenés, y un poco más también. Lo viví muchas veces el año pasado, y lo vivo hoy, por supuesto en un contexto diferente.

El mundo que te rodea te puede apoyar, te puede sonreír, te puede dar la palmadita en la espalda y convidarte un sorbo de su copa de Coca Cola, te puede felicitar. Pero ellos son los oyentes y uno, el disco.

Y la vida del disco sólo se activa cuando gira (y por azares del destino mientras escribo esta frase suena en la radio Bob Dylan con Like a Rolling Stone). Y por lo general un disco no gira sólo una vez; gira mil veces y –puede decirse- su vida acaba cuando deja de girar.

No es sólo que en el lado B estén esas canciones que no son comerciales, o que se vean opacas frente al brillo del lado A. Es que sabemos que, aunque multitud de personas las escuchen más tarde o más temprano, sólo unos pocos podrán comprender y percibir toda la carga expresiva que se esconde detrás de letras y melodías que a veces parecen engañosamente armónicas.

En mi caso, esos pocos –casi en su totalidad- o no están a mi alrededor o ya ni siquiera están en este mundo.

Es la infinita soledad de un lado B sin auditorio.

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Hoy en día hay una suerte de moda del lado B, un reconocimiento de que hay mucho más en un proceso que aquello que se muestra en un primer plano. Pero, salvo contadas excepciones, mucho de lo que escucho en ese sentido me sigue dando la impresión de estar impostado porque (claro) las zonas oscuras que se revelan cuando se va corriendo el telón no hacen otra cosa que darle más realce a lo que está en el centro del escenario.

Pero todo sigue ocurriendo sobre las tablas, peinado, maquillado y ataviado para el público que –en el fondo- sólo proyecta sus propias historias y busca la identificación o el más completo antagonismo según las fibras que le toque la puesta en escena.

Mientras que los que algo conocemos de destripar historias sabemos que el verdadero lado B es aquel de las tramoyas, aquel que discurre entre cajas, aquel de lo que nunca se contaría por fuera de ese ámbito.

Suena el lado A en el guión de mi obra personal pero, mientras los espectadores lo escuchan, el pulso del lado B late, inaudible pero inseparable de lo audible, en cada una de sus notas.

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POSTDATAS DEL LADO A:

1) Hoy cumple 4 meses la adorable gatita de la casa, Frida.

2) A los que aún no lo hayan hecho, los invito a visitar la página del emprendimiento que comparto con mi amiga Pato: Carrasco Cadillal. Son zapatos hechos con amor, como Feliz Domingo (guiño a los argentinos de mi generación).

3) A los que me piden consejos para la radicación en Uruguay, todo se resume en una máxima: tramiten el documento ni bien lleguen. Eso les va a simplificar mucho TODO. Investiguen en sus países de origen y en la página del Ministerio de Interior y vengan provistos de todos los papeles necesarios (y alguno más también, por las dudas).

4) Junto a, además de, no relevante para una determinada cuestión, en estado de extrema agitación; algunas de las acepciones de la palabra “beside” (la hermana fonética, claro, de B-side).

LA POLISEMIA del lenguaje, que a veces –como yo- guarda, para sorpresa de muchos, tanta coherencia interna.

4 (2.0). Historia de dos ciudades

Collage

“It was the best of times, it was the worst of times”.

Así comienza el célebre libro de Charles Dickens cuyo nombre encabeza este post, una obra clásica cuya lectura recomiendo si no han tenido el placer de entregarse a ese acto.

Las dos ciudades de mentas pertenecían a países diferentes; una de ellas era Londres y la otra París.

Y, en aquellos escenarios muy disímiles entre sí (en especial en el plano simbólico), una serie de personajes construía –y destruía, al mismo tiempo- la Historia. La suya y la de una época. Que, en el fondo, son imposibles de desligar una de otra.

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Abril de este año, mi celular suena en Montevideo.

La llamada era de Buenos Aires; así que la persona que me llamó, se la jugó (intenten llamar desde un celular argentino a uno uruguayo –o viceversa- y comprueben las consecuencias económicas por ustedes mismos).

Yo le cuento lo que conté en este blog en esa época, quizá con más detalles y entretelones íntimos de la situación.

Ella me cuenta que se va a vivir a Jujuy.

Pero me llama, además, para proponerme algo que va a revolucionar mi vida en una escala pequeña para otros. Inmensa para mí.

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Hace 51 textos, en la primera etapa de este blog -en el post ROI– conté algo acerca de un proyecto que siempre estuvo entre mis sueños más deseados.

Nunca fui masiva, en nada. Ni en mis gustos, ni en mis elecciones de vida. Siempre me gustó lo diferente, diría que en casi todos los órdenes de la existencia. Siempre soy LA diferente en casi cualquier grupo en el que me mueva, siendo niña y siendo la mujer de 37 años que soy ahora.

Con esos antecedentes, es natural que mi concepto de diseño se aparte de los caminos normales.

Al igual que los personajes de aquella historia de dos ciudades, necesito de-construir lo conocido para re-crear en el sentido material aquello que nació mucho antes en un sentido mucho más abstracto.

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Era el peor de los tiempos, para mí, aquel en el que recibí esa llamada.

Mi proyecto de quedarme en Uruguay se estaba derrumbando, desempleo mediante.

No tenía la cédula en ese momento pero intuía que, a esas alturas, tenerla ya no me iba a servir de nada.

En efecto, la cédula llegó cuando ya tenía un pie en el barco para volver a Buenos Aires.

Y fue duro, muy duro, el primer mes a partir de mi regreso. No quería ver a nadie y de todas maneras no tenía dinero para hacer nada.

Y me quejé mucho de haber tenido que volver a Buenos Aires.

Me resistí con mucha fuerza a esa situación, me costó horrores asumirla. Me sentía muy sola y muy desamparada. Y muy incomprendida, pero eso es un tema a desarrollar en algún otro post.

Sin embargo la vida me demostró que la historia –siempre- tiene dos caras y lo que aparenta ser unidimensional posee otros matices que descubrimos cuando aprendemos a mirar más allá de nuestros patrones habituales de juicio.

Era el peor de los tiempos; era el mejor de los tiempos.

Porque, de no haber estado en Buenos Aires (aunque fuera obligada), nunca hubiera podido desarrollar ese proyecto que quiero presentarles en este post y varios lectores ya conocen.

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Montevideo y Jujuy se unen en un proyecto que, en honor a la denominación popular de sus aeropuertos, hemos decidido llamar Carrasco Cadillal. Por cierto, un título que rinde tributo a la polisemia del lenguaje, como no podía ser de otra manera tratándose de dos personas que vienen de la comunicación y trabajan de una manera u otra en ella hace por lo menos veinte años.

Un proyecto llevado adelante por dos mujeres que, por diversos motivos, decidieron irse de Buenos Aires y comenzar una nueva vida. Solas, sin el apoyo ni el respaldo de nadie, y sin pedir permiso.

Dos modelos, treinta pares de zapatos diferentes y el sueño de vivir de lo que nos gusta hacer, en algún momento que esperamos no sea tan lejano, aunque sabemos que llevará su tiempo.

Invito a todos mis lectores a visitar la fan page de nuestro proyecto (facebook.com/carrascocadillal) y, si les gusta su propuesta, a hacerse fans o bien a difundirla.

Como bien sabrán los emprendedores, el inicio es el momento crítico y donde más se necesita del apoyo de quienes puedan sentir algo de empatía, simpatía o adhesión hacia la labor emprendida.

Y, por supuesto, agradezco a las personas que sé que leen este blog y ya me han ayudado con su apoyo y difusión. Es una ayuda invaluable y amorosa, con toda certeza.

3 (2.0). (Querida)

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Ella corta un pedazo de jengibre, lo pela y lo ralla en un vaso de whisky (vacío).

Corta una lima en mitades, la exprime, vierte el contenido en el vaso, corta las mitades de cáscara en cuatro y las pone en el vaso.

Y le agrega azúcar. Bastante azúcar.

A falta de mortero agarra un utensilio de madera y le da duro y parejo al contenido del vaso con el mango.

Y no hace falta decir qué bebida alcohólica le agrega si sabemos que esta escena está ocurriendo en Uruguay.

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Oh, no sabemos si falta tanto o si falta tan poco.

Le cancelan una entrevista largamente esperada.

Se la postergan, mejor dicho. Para ella es lo mismo porque en este momento en su calendario no existe el hoy, no existe el mañana. Sólo existen los números tachados, una larga lista de números tachados.

(¿El jengibre será estimulante? se pregunta ella, que sólo lo compra porque le gusta su picor).

No sé, más bien es la hora del mate (querida), y no lo tomamos con jengibre, así que no sabemos qué responderte.

(¿Será rico el mate con jengibre? se pregunta ella).

Es el momento después de haber consumido una droga dura, una droga muy dura, la peor de todas, porque es de curso legal y es irrepetible. Una vez que sale del mercado, es imposible de conseguir.

No (querida), no hay dealer que te la consiga. Salvo que puedas negociar con Dios.

Es uno el que debe salirse del mercado antes de que la droga se acabe o acabe con uno. Por lo general, son dos cosas que ocurren en simultáneo. Una pena.

(¿Cuál es esa droga? se preguntan ellos).

Nunca lo sabrán (queridos) hasta que no la encuentren y la prueben por ustedes mismos.

Pero esperamos que eso no les ocurra.

Y, si se hicieron esa pregunta, están a salvo. Porque si hasta ahora no la conocieron, es probable que no la conozcan jamás.

Y sí, se bajarán de maneras horribles de muchos cielos ficticios, como todos nosotros. Pero bajarse de ese, es un bajón que no se cura con un día de cama, o una caja de alfajores de las sierras de Minas, o veinte litros de Colet, o acariciar una gata de ojos celestes bellísimos que te miran entre egoístas y solidarios, o dormir con un perro que pone su cara en tu cuello para que todo eso que no se puede decir se disuelva antes de que te envenene.

Ella recuerda que NO tiene documento argentino para viajar pero, una hora antes, ya estaba orquestando todo para viajar a Buenos Aires la próxima semana. Tendrá que averiguar cómo hacerlo con la cédula uruguaya.

Porque dos horas antes, le avisan que algo que esperaba ansiosamente va a estar listo en una semana.

Y eso, solamente eso, es lo que hace que este día tenga sentido, que junto con el cielo ficticio no se caiga el universo entero y con él todos los días tachados en el calendario, para llegar a ese punto ausente donde ya no hay nada que presenciar.

Porque aferrarse a un sueño, a la estela de un sueño, a ese polvo lumínico que se desprende de él,

esa, quizás –y sólo en una de esas- esa, sea la única manera de maquillar las heridas de esa caída abrupta del bajón. No por esperarla se está a salvo de ella. Todo lo contrario.

Pero, ah, en unos días ella tendrá en qué ocuparse y volverán a aparecer los días en el calendario y todas las letras y las palabras y los silencios se ordenarán en su curso normal.

Un par de horas antes de recibir el mail con la noticia que sigue sosteniendo al universo en su lugar, ella le escribe un mail a la única persona que puede ayudarla en estos casos aunque no sepa muy bien en qué la está ayudando.

Un par de horas antes de escribir el mail abre los ojos rodeada de animales que la miran como cualquier otro día sin entender que ese ni siquiera es un día para ella.

No hay peores penas que las que no se pueden contar. Sólo se puede hacer literatura con ellas, con sus sombras, sus siluetas, y las mínimas trazas que dejan fuera del universo particular.

Pero eso (queridos) no es necesario que sea explicado. Eso lo sabemos todos.

Lo que, ay, no sabemos, es si falta tanto o si falta tan poco.