8 (2.0). Las chicas en el bar de Chucarro

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Jueves 22 de octubre, un taxi me lleva a la terminal montevideana de Buquebus.

Durante mi estadía en Montevideo, tal como conté en un post de hace unos meses, sólo dos personas me visitaron (tres, en rigor de verdad, pero una de ellas va y viene y dada esa condición no entra para mí en el rubro “visita”).

Todas esas personas eran hombres. Hoy, por fin, viene a visitarme una mujer.

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Hombres. Los hay en cantidad en el reducido espacio de Después te explico al que llevo a bailar a mi amiga. Los seductores de turno y los desubicados de siempre.

Hombres que invitan cervezas a discreción ya se sabe con qué fines (pero nosotras, chicas con cultura alcohólica, no somos fáciles de emborrachar).

Hombres que te siguen en auto hasta tu casa cuando decidís irte en taxi. No se sabe si por caballeros o por pesados.

Hombres.

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Hombres y mujeres, también en cantidad, en la fiesta anti-halloween y pro-tradición que se celebra en el boliche insignia del Uruguay profundo en Montevideo: Cimarrón.

Uno se cree que los caballos y/o las chatas están esperando en la vereda, pero no. Ni siquiera hay mucho vehículo en la vuelta, supongo que porque –para hacer honor a la condición de gente de campo- los parroquianos toman, y mucho. Los hombres y también las mujeres.

Hombres de boina y camisa a cuadros (estas últimas tres palabras definen, en Uruguay, al joven campero o al que se disfraza de tal) y mujeres de jean y camisa y largo pelo lacio que bailan polcas y dos y uno en un frenesí que los transporta a otro mundo, muy lejano al de aquellos que simplemente los observamos.

Nosotras no tomamos demasiado, apenas tenemos plata para una cerveza y tenemos que guardar unos pesos para el taxi.

Bailamos la clásica cumbiancha uruguaya (y la argentina también) y alrededor de las cuatro de la mañana nos subimos a un taxi y volvemos a nuestros respectivos hogares.

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Hombres y mujeres que –casi- brillan por su ausencia en el calmo y elegante bar del Sofitel de Carrasco, donde nos tomamos unos tragos en el ocaso de un día de tormenta. Bueno, hay algunos hombres hablando de negocios a los que nunca nos invitarían a participar, y alguna pareja aislada de turistas, posiblemente brasileros.

Y un servicio simpático y amable, pero lento, tanto que somos nosotras quienes nos levantamos a pedir y a devolver las cartas.

Vemos los relámpagos a través de los imponentes ventanales junto a los cuales estamos sentadas y yo lamento no haber llevado mi cámara de fotos. Pero, por regla general, no salgo con ella de noche, de manera que no hay un gran registro fotográfico de nuestras andanzas.

El registro son estas pobres notas y la riqueza de nuestros recuerdos.

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Hombres y mujeres que pululan por el tradicional Mercado del Puerto donde llevo a pasear a mi amiga L. el día de su llegada. Un día de sol y calor aplastante.

Por motivos relacionados con ella que no vienen al caso en este espacio, tenemos que hacer tiempo en la zona del puerto hasta las siete de la tarde, y llegamos al Mercado a las tres. Nos vamos a Roldós y nos tomamos la primera cerveza de las varias que nos tomaremos en los siguientes días, a un cansino ritmo uruguayo. Pero finalmente nos aburrimos de estar sentadas tanto tiempo en el mismo lugar y regresamos a la terminal, arrastrando la valija de mi amiga cuyo contenido parece pesar tanto como nosotras dos juntas.

Después de casi dos horas en la terminal esperando que ocurra algo que finalmente no sucede, nos vamos con una cierta tristeza que se mezcla con la alegría del reencuentro y que trataremos de diluir. Con más cerveza, claro.

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Cerveza, mujeres y hombres, en ese orden, nos rodean unas noches después en Burlesque, un clásico bar montevideano de los de Luis Alberto de Herrera, en el que hablamos de hombres, nuestras vidas como mujeres y el sabor de la cerveza tirada, en ese orden.

Cinco días antes de ese momento, otra cerveza nos acompañaba sobre la mesa de otro –muy- clásico bar montevideano, el Facal. A metros de nosotras, un desfile incesante de hombres y mujeres celebrando la victoria del Frente Amplio sobre el resto de los partidos, en las elecciones presidenciales que se llevaron a cabo en Uruguay.

Casi exactamente unas 24 horas antes, y violando una veda alcohólica que de todas maneras no debió alcanzarnos porque ninguna de las dos podía votar, estábamos sentadas en Paullier y Guaná tomando un vino.

Y hablando, claro, de hombres y mujeres. De alguna historia puntual y de conductas generales.

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Hombres y mujeres que fueron llenando el (también clásico, al menos para ciertos universitarios) bar El farolito, que estaba vacío cuando llegamos, lleno en el pico de nuestra charla, y más tranquilo cuando nuestra velada se cerró.

Y recuerdo una noche hace quince meses, una noche donde la Ariana que escribe era otra y su vida también. Con el mismo impermeable que llevo esta noche, gracias a que aquella noche un chico me alcanzó cuando me iba, porque me lo  había dejado sobre la silla.

Aquella noche estaba sentada en la mesa que está junto a la de esta noche, con mi amiga R. el día en que renuncié a uno de mis trabajos y todo a mi alrededor era una mezcla de estímulos continuos e incertidumbre.

Tanto esos estímulos como esa incertidumbre, como los hombres y las mujeres que los provocaban, como la botella de Branca que la moza puso esa noche sobre nuestra mesa, se encuentran ya en otra dimensión que a veces puedo ver pero a la que ya no puedo cruzar.

Esta noche, la conversación nos lleva al llanto. Lágrimas incesantes, un discurso de consuelo de mi amiga L. que se desvanece en el ruido ambiente, y una nostalgia de esa época donde nada era mejor que ahora pero la aventura era poética y escribía versos intensos e impredecibles.

Hoy, a través de mis lágrimas y del abrazo de L., la aventura sigue sentada en la mesa de aquella noche, pero ahora escribe versos prosaicos y correctos. Y si bien no puedo adivinar el final de su texto, me juego la Zillertal que tengo sobre la mesa a que puedo adivinar su próxima frase.

Detesto esa sensación. Y lloro aún más por la rabia e impotencia que me da sentirla.

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Lunes 3 de noviembre, llueve sobre Montevideo y estamos sentadas con mi amiga L. en Doña Inés, una coqueta y diminuta casa de té en Pocitos, que parece sacada de una casita de muñecas.

Nosotras, que de Barbie sólo tenemos el color de pelo, nos lanzamos sobre los scones, las primorosas cupcakes y las tostadas para conjurar los efectos depresores de la lluvia incesante que juega con nosotras desde hace días.

Pero en ese monono reducto, a metros de la calle Chucarro, la historia de mi vida en Uruguay gira delante de mis ojos como si la torre de platos cargada de calorías fuera un carrousel, y esa visión se multiplica en los espejos que nos rodean.

Veo el hostel que fue mi primera vivienda estable en Montevideo y se encuentra sólo a un par de cuadras; veo a mi primer trabajo y al segundo, que también están a pocos metros de donde estamos sentadas. Veo las charlas con mi amiga y ex compañera de trabajo R. que ocurrían literalmente a la vuelta de la esquina, me veo sentada en ese escritorio que escuchó -y desde el que escribí- tantas confesiones y palabras que construyeron castillos con naipes que hoy están en otras manos que barajan el mazo.

Veo la tarde de Colet y dulces decadentes de Carrera que compartí con mi hermano en la rambla durante su primera visita. Veo a todos los hombres con los que salí en mi hasta ahora infructuosa búsqueda del caballero uruguayo perdido, veo a las mujeres que me miraban como a la porteña excéntrica, veo noches de alcohol compartidas y solitarias, felices y desesperadas.

Y sigo viendo también, con esa sonrisa que reaparece cada vez que la torre da una vuelta, al chico del Disco de Chucarro, que quizá esté haciendo sus compras en este mismo momento, en ese mismo lugar.