83. El último bon o bon

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Lunes 13 de enero, 7.55 AM. Me subo a un COT rumbo a Montevideo. Tengo el pasaje de ida, pero no el de vuelta. Ni el dinero para comprarlo.

Estoy citada en la Dirección Nacional de Migración ya que tal parece que el 2 de enero han decidido aprobar mi expediente de residencia, según me informaron unos días después de esa fecha. De manera que casi desde comienzos del 2014 soy oficialmente una residente Mercosur.

A eso de las once de la mañana llego a la DNM y subo al primer piso, sector de Residencias. Toco el timbre de una pequeña oficina y me atiende una chica morocha peinada, vestida y maquillada de manera impecable. Me hace revisar que mis datos personales estén bien volcados en la constancia  de residencia. Resulta que no, se equivocaron con el número de documento, me hicieron un poco más joven de lo que soy.

La chica hace la corrección pertinente y me pide que vaya a la caja y pague los 160 pesos que cuesta ese papelito de 10 por 20 que certifica que soy una residente Mercosur.

El pequeño detalle es que no tengo ciento sesenta pesos. Primero, porque literalmente no los tengo. Segundo, porque no me habían avisado que ese certificado tenía costo. Mal yo, tendría que haberlo imaginado. En una oficina pública te cobran hasta el aire que respirás.

Tengo 100 pesos para pagar la mitad del pasaje de vuelta; mi idea era ir a mi último trabajo y pedirle a una compañera que me prestara el resto. Y tengo mis últimas monedas, que pensaba usar para tomar colectivos. Me siento en la sala de espera y escudriño todo, absolutamente todo el contenido de mi cartera. Logro reunir 153 pesos.

En la sala de espera hay otras dos personas esperando, dos hombres. Al borde de la desesperación por haber pagado ese viaje y no poder volver con el certificado por míseros siete pesos, me levanto de mi silla y les pido esa suma a ellos haciendo un breve resumen de la situación. Uno de ellos, muy amable, me los da inmediatamente.

Bajo a la caja y descubro que me faltan 4 pesos porque el costo del certificado es de 164 pesos. Subo nuevamente y pido esos 4 pesos. El mismo hombre que me dio los anteriores me da esa suma también.

Pago, me dan el certificado y me mandan a la Dirección de Identificación de personas, en Rincón y 25 de mayo, a pedir turno para sacar la cédula. Camino las diez cuadras que separan un lugar de otro, cruzando una Ciudad Vieja que en un mediodía de enero más bien parece la Ciudad Fantasma.

Ilusa de mí, también creo que voy a poder sacar el turno sin pagar. Previsiblemente, no. Acceder a un turno cuesta 138 pesos de los que, como es sabido, carezco.

………….

No tengo otra opción que regresar a Punta del Este sin el turno. Camino desde la Ciudad Vieja hasta el barrio de los judíos y entro a mi ex trabajo. Y al llegar me entero de que me deben un pequeño ajuste de mi liquidación. Dejando de lado el pequeño detalle de que nadie me llamó para informarme esa situación, rescato que los 256 pesos que me dan me permiten al menos poder pagar el pasaje del COT sin apelar a ningún préstamo.

Me voy caminando a Tres Cruces, compro el pasaje (201 pesos) y 10 sobrecitos de café y un paquete de galletitas en Tata (20 pesos). Como es previsible, no comí nada en todo el día y necesito aunque sea comerme unas galletitas de diez pesos durante el viaje.

Alrededor de las cinco de la tarde llego al hotel donde trabajo. Me duelen mucho los pies y sigo teniendo hambre, pero sé que no tengo nada para comer. Tengo sólo 35 pesos que me tienen que durar por ni yo misma sé cuántos días. Rebusco entre las dos carteras que llevé a ver si en alguna de ellas aparece alguna otra moneda salvadora, pero no.

Lo que aparece, en cambio, es un bon o bon que me regaló mi amiga M. en mi último viaje a Buenos Aires. En ese lugar, en ese momento, ese bon o bon -mi última posesión comestible además de un paquete de arroz y otro de polenta- se convierte en un tesoro.

………….

Viernes, 17 de enero. En el momento en que escribo esto mi capital consta de 25 pesos (gasté 10 en un paquete de galletitas para desayunar). Sigo debiendo 1400 pesos de mi alquiler en Montevideo, que no sé cómo voy a pagar (ya pedí adelanto en el trabajo actual para pagar parte del resto, y la situación no está como para pedir otro vale). El lunes tengo una entrevista en Montevideo, pero no tengo plata para viajar.

Reconozco que ya me empieza a cansar esto de no saber cómo voy a vivir mañana, si voy a poder comer o si voy a poder pagar el alquiler. O de no poder sacar el turno de la cédula después de haber luchado tanto para llegar a ese momento. Son muchos meses de vivir al límite en varios sentidos, y el cansancio comienza a pesar bastante.

En la absoluta soledad de las noches -porque en la zona donde trabajo estoy varada por completo y además no tengo un peso ni para tomarme un colectivo local- me pregunto hasta cuándo voy a poder seguir aguantando ese tipo de situaciones. Y si vale la pena seguir aguantándolas.

Claro, volver a Buenos Aires tampoco es una opción tentadora. Pero digamos que estoy en un momento crítico. Tal lo imaginable, el trabajo no ayuda. Tengo que lidiar con un jefe que es la versión masculina de la Miranda de Devil wears Prada. Bueno, en realidad creo que es peor. Trabajo en un ambiente de tensión constante y mi único oasis de relax son esas dos horas de playa diarias que cuando hay viento a favor puedo disfrutar.

En fin, ya veremos cómo sigue esta historia. Tanto mis lectores como yo misma.

Debo irme, me llama mi jefe tirano para ir a trabajar.

Nota 1. La publicación de este post fue posible gracias a que mi compañera T. me prestó un modem de Antel que no está usando, de otra manera no hubiera podido lograrlo. En tantos días sin escribir, quedaron muchas historias sin contar, como la visita de mi hermano que sin duda merece un post.

Nota 2. La foto que iba a acompañar este texto era, justamente, la del papel de ese último bon o bon. Pero, después de haber cansado tanto a mis lectores con el tema de la residencia, me pareció que era apropiado compartir con todos la foto del famoso papel.

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