22. Una cuestión de actitud

539674_10200806930516372_44140459_n

Abril de 2005. Caminaba por el barrio, por la calle Vuelta de Obligado, con una amiga que me acompañó mucho durante ese año que marcó un antes y un después en mi vida.

En ese momento, el hecho que determinó que eso pasara no había ocurrido aún y charlábamos de temas más agradables.

Ese verano había pasado mis vacaciones sola en Cabo Polonio y hablábamos de las motivaciones que nos guían al decidir emprender un viaje. Yo le decía a mi amiga que -en mi caso- la principal motivación era salir de la zona de comodidad en la que en mayor o menor medida nos acostumbramos a permanecer en nuestra vida cotidiana. Y que si el precio de vivir nuevas experiencias era renunciar al confort y atravesar situaciones que exigieran un esfuerzo para adaptarnos a ellas, pagaba con gusto ese precio.

Casi exactamente ocho años después, y en medio de un entramado de contradicciones que signaron ese intenso período transcurrido, existe sin embargo una gran continuidad y coherencia entre lo que pensaba en ese momento y lo que sigo pensando con respecto a los viajes. El viaje que estoy llevando a cabo en este momento se puede resumir de esa manera: una gran, gran patada al balde de la comodidad. Salpicarse con lo que hay dentro de ese balde (siempre lleno de un contenido incierto) no puede ser calificado como una experiencia agradable. Pero es innegable que se sale fortalecido de ese baño.

Tal como conté en el último post, estoy trabajando alrededor de 16 horas diarias y el viernes se cumplió una semana de vivir a ese ritmo feroz. Mis compañeras del trabajo diurno me dicen que voy a desaparecer y que necesito urgente un container de vitaminas. Es evidente que es un ritmo que no podré sostener por mucho tiempo y que exige tomar una decisión. Que ya he tomado, sólo estoy esperando el momento justo para comunicarla.

Trabajo de 10.30 a 19.30 y de Pocitos me voy corriendo a Punta Carretas, a mi trabajo nocturno donde estoy de 20.30 hasta alrededor de las 3 de la mañana. En el medio, me siento en algún banquito de Punta Carretas (el shopping) y tomo algo para permanecer en pie durante las siguientes horas, que son muy ajetreadas. Llego a mi habitación pasada de revoluciones, agotada pero sin hambre ni sueño y con el siempre bienvenido vil metal extra en mi bolsillo. Me baño y me pongo a dar unas vueltas entre la computadora y la tele hasta que logro dormirme. A las 9 de la mañana, mi día comienza nuevamente. Siento que estoy acumulando muchas millas en la aerolínea de la vida.

El viernes tuve día libre en mi trabajo diurno y, antes de partir para el nocturno, quería aprovechar para escribir este post e informar a mis lectores que sobrevivo. En mis ratos lúcidos estoy reflexionando mucho acerca del poder de la mente y de cómo, cuando tenemos un objetivo firme, seguimos en pie aun en medio de contextos y situaciones insalubres. La fuerza, finalmente, no está en el cuerpo, sino en la actitud mental. Y, por unos días más (pocos), sé que mi mente me va a permitir surfear esta ola y salir indemne.

En aproximadamente una semana (días más, días menos) volveré al ritmo habitual de un solo trabajo y volveré a escribir con más regularidad. Y a ver el sol que el viernes brillaba, pero que sólo pude disfrutar por unos minutos, cuando saqué con el celular la foto que ilustra este post (el edificio que se ve es una construcción muy clásica que está a unos pocos metros de donde vivo). Durante el resto del día, tal como imaginarán, me quedé tirada en la cama.

Será hasta dentro de unos días, y les dejo un gran saludo a todos mis lectores.

Deja un comentario